Vamos a recordar aquí las nociones fundamentales en torno al valor impetratorio de la oración.
Según el Doctor Angélico, Santo Tomás de Aquino, la oración reúne en sí cuatro grandes valores: satisfactorio, meritorio, impetratorio y el de producir en el alma cierta refección espiritual. Aquí nos interesa destacar, ante todo, su valor o eficacia impetratoria; pero antes digamos una palabra sobre los otros tres.
Valor satisfactorio. Que la oración tenga un alto valor satisfactorio, es evidente con sólo tener en cuenta que supone siempre un acto de humildad y de acatamiento a Dios, a quien hemos ofendido con nuestros pecados, que tienen su raíz en el orgullo o amor propio excesivo. Brota, además, de la caridad, fuente de toda satisfacción. Y, finalmente, la oración bien hecha es, de suyo, una cosa penosa, al menos para las almas imperfectas, por el esfuerzo de atención y la tensión de la voluntad que supone. Es, pues, claramente satisfactoria de la deuda contraída por nuestros pecados ante Dios. El Concilio de Trento habló expresamente del valor satisfactorio de la oración.
Valor meritorio. Como cualquier otro acto de virtud sobrenatural, la oración recibe su valor meritorio de la caridad, de donde brota radicalmente a través de la virtud de la religión, de la que es acto propio. Como acto meritorio, la oración está sometida a las mismas condiciones de las demás obras virtuosas y se rige por sus mismas leyes. En este sentido puede merecer de condigno todo cuanto puede merecerse con esta clase de méritos, supuestas las debidas condiciones.
Refección espiritual. El tercer efecto de la oración bien hecha es el de producir una especie de refección espiritual del alma. Este efecto lo produce la oración por su sola presencia: praesentialiter efficit. Pero para que de hecho se produzca esta refección espiritual del alma, es absolutamente necesaria la atención, porque ese deleite espiritual es incompatible con la divagación voluntaria de la mente. Por eso, la oración mística –sobre todo cuando llega al verdadero éxtasis, en el que la atención del alma es máxima por la concentración de todas sus energías sicológicas en el objeto contemplado- lleva consigo la máxima delectación, incluso corporal, que puede alcanzarse en esta vida. Ante ella, todos los placeres y deleites del mundo son asco y basura, como dice Santa Teresa. (Fuente: A. Royo Marín).
Según el Doctor Angélico, Santo Tomás de Aquino, la oración reúne en sí cuatro grandes valores: satisfactorio, meritorio, impetratorio y el de producir en el alma cierta refección espiritual. Aquí nos interesa destacar, ante todo, su valor o eficacia impetratoria; pero antes digamos una palabra sobre los otros tres.
Valor satisfactorio. Que la oración tenga un alto valor satisfactorio, es evidente con sólo tener en cuenta que supone siempre un acto de humildad y de acatamiento a Dios, a quien hemos ofendido con nuestros pecados, que tienen su raíz en el orgullo o amor propio excesivo. Brota, además, de la caridad, fuente de toda satisfacción. Y, finalmente, la oración bien hecha es, de suyo, una cosa penosa, al menos para las almas imperfectas, por el esfuerzo de atención y la tensión de la voluntad que supone. Es, pues, claramente satisfactoria de la deuda contraída por nuestros pecados ante Dios. El Concilio de Trento habló expresamente del valor satisfactorio de la oración.
Valor meritorio. Como cualquier otro acto de virtud sobrenatural, la oración recibe su valor meritorio de la caridad, de donde brota radicalmente a través de la virtud de la religión, de la que es acto propio. Como acto meritorio, la oración está sometida a las mismas condiciones de las demás obras virtuosas y se rige por sus mismas leyes. En este sentido puede merecer de condigno todo cuanto puede merecerse con esta clase de méritos, supuestas las debidas condiciones.
Refección espiritual. El tercer efecto de la oración bien hecha es el de producir una especie de refección espiritual del alma. Este efecto lo produce la oración por su sola presencia: praesentialiter efficit. Pero para que de hecho se produzca esta refección espiritual del alma, es absolutamente necesaria la atención, porque ese deleite espiritual es incompatible con la divagación voluntaria de la mente. Por eso, la oración mística –sobre todo cuando llega al verdadero éxtasis, en el que la atención del alma es máxima por la concentración de todas sus energías sicológicas en el objeto contemplado- lleva consigo la máxima delectación, incluso corporal, que puede alcanzarse en esta vida. Ante ella, todos los placeres y deleites del mundo son asco y basura, como dice Santa Teresa. (Fuente: A. Royo Marín).
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