miércoles, 13 de enero de 2010

Reflexión: Conmemoración del Bautismo de N.S.J.C.

“Et testimónium perhíbuit Joánnes, dicens: Quia vidi Spíritum descendéntem quasi colúmbam de caelo, et mansit super eum” (“Y Juan dio testimonio diciendo: Yo he visto al Espíritu que descendía del cielo en forma de paloma, y reposó sobre Él”), leemos en el Evangelio de hoy en que conmemoramos el Bautismo del Señor en el río Jordán.
La conmoción popular producida por la predicación del Bautista, llegó a ser tan grande, que Jesús creyó que había llegado la oportunidad de revelarse El mismo ante el pueblo. Esta despedida de Nazareth no fue para El, naturalmente, un sacrificio pequeño. El dejaba la vida íntima del hogar, llena de encantadora confianza; dejaba sus ocupaciones sencillas y ordenadas; y sobre todo dejaba a su Santísima Madre, en cuya alma tantos tesoros de gracias había depositado…
Jesús se dirigió al Jordán, donde Juan bautizaba y predicaba. Según la tradición, el teatro del apostolado del Bautista estuvo situado a la otra parte del bajo Jordán, no lejos de Jericó, en el mismo sitio por donde el pueblo hebreo entró en la tierra prometida. Allí, bajo la acción del Bautista, se había trasladado el centro de la vida religiosa nacional y florecía en toda su intensidad la esperanza en la venida del Mesías. Allí era, pues, el lugar más apropiado para empezar su apostolado, y allí fue para hacerse también bautizar.
¿Por qué quiso el Señor ser bautizado por San Juan? En primer lugar, para consagrar así toda la misión del Bautista, principalmente su bautismo como figura del bautismo cristiano, y para santificar, honrar y recompensar a Juan por su fidelidad, su celo y su gran abnegación. Juan no había visto jamás al Salvador, ahora el Señor va hacia él. En segundo lugar, quería el Salvador, en aquella ocasión, revelarse ante el pueblo y ser iniciado por Dios en su vocación. En tercer lugar, se proponía darnos ejemplo de humildad, y de celo para aprovechar todos los medios de salvación, entonces ordenados por Dios, aunque El no viniese obligado a ello. Este motivo fue indicado por el Salvador mismo (Math., III, 15). Uno de estos medios de salvación era, en aquel entonces, el bautismo de penitencia, y la voluntad de Dios era que todos lo recibiesen, aunque no de precepto, pero sí de consejo. El Hombre-Dios se había hecho como uno del pueblo, y como tal se había sujetado, hasta entonces, a todas las prescripciones legales, y también ahora quiso sujetarse al bautismo.
¡Es muy digno de notarse que el primer acto público de Jesús es un acto de inconcebible humildad, de aniquilamiento propio y de penitencia! Con esto se proponía también el Salvador prefigurar en sí mismo el bautismo cristiano, y animar con su ejemplo a todos los hombres a que lo recibiesen. Cristo no podía recibir su bautismo propio, ya porque no estaba aún establecido, ya porque de antemano poseía esencial y originariamente todas las excelencias que el bautismo comunica. Pero nada obstaba a que recibiese el bautismo figurativo de Juan, porque no era más que una confesión y un medio de penitencia; y Cristo es el representante, el fundador y el modelo de la humanidad que expía y se santifica. Por esto se hizo bautizar, invitando así a todos a recibir el bautismo.
¿Cómo tuvo lugar el bautismo? Representémonos el encuentro de Jesús y Juan, el acto del bautismo y los sentimientos que a ambos embargaban en aquel momento. ¡Cuánto respeto y veneración por parte de Juan! ¡Qué gozo filial el de aquel hombre tan austero, al ver al Mesías, cuya sombra precursora era él! Además, ¡cuánta sorpresa. Humildad y confusión le sobrecogerían al ver al Salvador que iba hacia él, escuchaba su predicación y le pedía el bautismo! En este acto de humildad reconoció él también, probablemente, al Salvador. No es menos de admirar, finalmente, la infantil sencillez con que Juan administra el bautismo a Cristo; en seguida rehuye hacerlo por humildad, pero accede luego que el Salvador le indica que tal es su voluntad. Por lo que respecta al Salvador, ¡cuánto aprecio sentiría por ese hombre tan grande y excelente (Math., XI, II), cuánto se gozaría en su sencillez, y cuánto le amaría por su corazón fiel y abnegado! Mientras que Juan le administra, temblando de respeto, el bautismo, el Salvador bautiza el alma de Juan con una ola de gracia celestial. Y, ante Dios, el Corazón de Jesús produce actos de todas virtudes correspondientes al objeto y fin del bautismo. Por eso dice el Evangelio, que Jesús oraba (Luc., III, 21).
Al salir Jesús del agua del Jordán, aparecieron sobre El signos visibles celestiales. El cielo se abrió inundando el espacio con su gloria, el Espíritu Santo bajó visiblemente sobre El en figura de una blanca paloma deslumbrante y resonó una potente voz: “Este es mi Hijo muy amado, en él tengo mis complacencias”. La significación de este signo fue ante todo una revelación del Salvador, la más gloriosa y solemne de cuantas hasta ahora habían tenido lugar, pues la Santísima Trinidad misma es la que da testimonio, el más claro, el más glorioso y el más público posible, de la Divinidad del Salvador. Aquella aparición fue una recompensa al Salvador por su humildad, por su obscuridad, por su obediencia y por su sumisión en el bautismo. Para Dios, nada está tan próximo a la exaltación como la humillación. Estos signos celestiales, son, por así decirlo, la ejecutoria de Jesús para su apostolado público, como profeta, como sacerdote y como rey, y el comienzo oficial de su misión. Todo esto se halla contenido en la declaración de que El es el verdadero Hijo de Dios. Finalmente, el bautismo de Cristo además de dar lugar a una revelación de la divinidad de éste, es la revelación y el fundamento del sacramento del bautismo, y sobre todo de su necesidad. Desde ahora el bautismo será usado como medio indispensable de salvación. En el bautismo de Cristo están prefigurados los efectos del sacramento, es decir, la purificación de los pecados mediante la sumersión o la ablución; la santificación interior en la gracia, mediante el descenso del Espíritu Santo. La adopción y la elevación a la filiación divina con Cristo y en Cristo, mediante la voz del Padre; y el derecho a la herencia del cielo, mediante la abertura de este. Lo que visiblemente tuvo lugar en el bautismo del Salvador, esto mismo sucede invisiblemente en todo bautismo cristiano.
Es, pues, el bautismo del Señor un alto y trascendental misterio. Es la solemne revelación de la Divinidad de Cristo en medio de su humildad y anonadamiento. Es el punto culminante del apostolado de Juan, y la figura del bautismo de la Iglesia y de todo el género humano. Por esto dicen los Santos Padres que Cristo, en su bautismo en el Jordán, sumergió y sacó consigo, de las aguas, el universo todo.

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