domingo, 22 de julio de 2012

VIII Domingo después de Pentecostés.


Recibió la Iglesia en las solemnidades de Pentecostés las efusiones del Espíritu Santo, y la liturgia de hoy nos demuestra los benéficos resultados de las mismas. Uno de ellos, y no el menor, es la gracia de la divina adopción, en virtud de la cual podemos llamar Padre a nuestro Dios, con derecho a la herencia del cielo (Ep.).
Mas si vivimos por Dios, preciso es que vivamos también para Dios (Or.) y que en todo nos dejemos guiar por el Espíritu de Dios (Ep.) y así pueda acogernos algún día en sus eternos tabernáculos (Ev.). He aquí la verdadera sabiduría, que pide la Iglesia en la oración y que alaba el Evangelio, porque ella sabe prevenir con prudencia y sagacidad nuestro recibimiento en los “eternos tabernáculos”. Al evocar la liturgia en estos domingos la  figura de Salomón y de su magnífico Templo, podemos dirigir la mirada a ese otro templo que somos nosotros mismos, dedicado a Dios por el bautismo y convertido tal vez por nosotros en guarida de ladrones y de mil siniestras alimañas de pecados, que lo ensucian y profanan. Pues si así fuere por desgracia nuestra, habría que limpiarlo con la escoba de Lázaro, con una condigna penitencia.
Además, el Templo salomónico es  figura del grandioso Templo del cielo, en donde Dios mora con sus Santos y en que los regala con sus delicias sin fin y sin medida. En ese mismo templo entraremos también nosotros si es que vivimos según el espíritu, y matamos las obras de la carne; entonces, y sólo entonces seremos verdaderos hijos de Dios, herederos suyos y coherederos de Cristo; el cielo será nuestra rica herencia (Ep.). 
Para ingresar en los eternos tabernáculos, conviénenos también allegar riquezas y méritos, de ésos que el ladrón no roba y la polilla no carcome, hacernos amigos, tener como amigos a los Santos moradores de aquel templo en que todos dicen: ¡Gloria!; imitando así a aquel mayordomo previsor, a quien alaba Jesús en el Evangelio, no tanto por sus malas artes y su deslealtad para con el amo, cuanto por su intuición clara del futuro. 
Porque sucede, por desgracia, que los hijos de la  luz somos menos despiertos que los de las tinieblas, y eso que nuestros negocios son de harto mayor cuantía que los suyos, yendo en ello nada menos que nuestro bienestar eterno.
Uno de los medios más aptos para conseguir que Dios nos reciba en sus eternas moradas es dar limosna al que la hubiere menester, limosna espiritual, como un buen consejo, una justa reprensión, un cariñoso consuelo; limosna material, como un poco de pan al hambriento, un trapo para el harapiento y desnudo. Si practicáramos esta virtud, poco o nada tendremos que temer cuando el Señor universal nos venga a pedir cuentas de la administración de nuestra alma, y de los bienes y gracias que en nosotros depositó para granjear con ellos (Ev.).
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