viernes, 20 de julio de 2012

Roma 1962-1963: El clima litúrgico conciliar. Capítulo 23: Olor a Jueves Santo.



Los lectores pueden contemplar de manera privilegiada algunas escenas de la primera misa concelebrada en la Basílica Vaticana a partir del minuto ‘32
Primera misa concelebrada en la Basílica Vaticana 

14 DE SEPTIEMBRE DE 1964 

¡Dios Santo, y que hubiéramos perdido esta maravilla! Cierro los ojos-ahora que es de noche- y veo aparecer en mi imaginación la blanca mesa cuadrada. En torno a ella tienden sus manos 25 hombres, dicen al unísono las mismas palabras, hacen un único milagro, son una única Iglesia. ¡Dios mío, y que hubiéramos perdido este prodigio! 

Acabo de releer mi diario de los dos años pasados de esta fecha de apertura. En los dos hablo de todo…menos de la misa. Allí lo importante era el discurso del Papa, o la presencia de la asamblea de los reunidos, o la reacción de las calles de Roma. Y he aquí que de pronto todo gira y hoy descubro que el discurso del Papa es muy importante, que asistencia, que ambiente, que circunstancias fueron impresionantes, pero que lo que desborda a todo en mi memoria es -¡por fin!- la misa, el verdadero centro del acto que en los años pasados era una especie de prólogo para lo importante. ¡Y temíamos que la reforma litúrgica se quedase en nada! Ha conseguido ya lo más difícil: hacer litúrgica una misa en la Basílica Vaticana. 

No sonaron las trompetas de plata esta vez cuando el Papa apareció sobre la silla gestatoria al fondo de la basílica, rodeado de una reducidísima “corte pontificia” y con una escolta de la que habían desaparecido los famosos “flabelli” faraónicos. Sobre su cabeza, el Papa llevaba una mitra dorada sencillísima; sobre sus hombros, los ornamentos litúrgicos, muy modernos, quiero decir, muy antiguos, góticos. En su rostro había un profundo cansancio sobre el que flotaba una sonrisa feliz.


(No, su entrada esta vez no recordaba en nada una escena de ópera, o el desfile de un capitán triunfador que regresa de la guerra, o la coronación de una reina británica. Era una verdadera procesión litúrgica hacia un acto religioso. Y todos contemplábamos con gozo que el Papa no perdía ni un centímetro siendo menos rey y más sacerdote.¡Al contrario!) 

Pero esta vez la novedad estaba en los 24 obispos que, revestidos de casullas rojas y cubiertos de mitras blancas, precedían al Papa en su camino hacia el altar. Era éste una hermosa mesa cuadrada adornada con seis únicos candelabros que daban escolta a una sencilla cruz. Era una verdadera mesa en la que iba a celebrarse un verdadero banquete. 

(¿Cómo impedir que nuestra imaginación se escapase hasta dos mil años atrás? Sí, esto pasó ya otra vez: un Hombre se sentó a cenar con sus discípulos, tomó el pan y…) 

Había un gran silencio en la basílica cuando los 25 concelebrantes se situaron en semicírculo ante el altar, cuando unánimes comenzaron a explicar su lección de teología. Una lección que se titulaba así: “De cómo la Iglesia santa es un pueblo sacerdotal congregado en torno a sus obispos y presidido por el Papa para ofrecer al Padre en sacrificio el Cuerpo de su Hijo y caminar hacía el gran banquete de la vida eterna.” 

(Habían venido de diecinueve naciones del mundo; diez eran europeos, seis americanos, seis venían de Asia y Oceanía, dos de África. Y los 24 estaban allí, unidos al Papa, participando todos del mismo sacerdocio de Cristo, para realizar el mismo sacrificio. Eran hombres muy distintos entre sí en pensamiento y costumbres. Yo recorría sus rostros con mis prismáticos, saltaba del arzobispo de Madrid al de Ottawa, de éste al de Tucumán, luego al de Leopoldville, luego a Yakarta, a Lyón…Obispos misioneros e intelectuales; el que renunció a su sede en el Japón y el que acaba de ocuparla en la India; el que nació en una familia con siglos de cristianismo y el que conoció la fe en la adolescencia: obispos que predican en hermosas catedrales góticas y los que aún no acabaron de construir su templo de madera y lianas; los que trabajan en los esplendores de la Curia, en la soledad de los claustros, en las estepas de Oceanía; el que respira a diario el humo de lasa fábricas de Alemania y el que olfatea, al levantarse, los perfumes de la selva; el hijo de grandes industriales, el de familia de pastores o carpinteros…) 

Una voz sonó proclamando la palabra de Dios en la Escritura. Y todos las oímos reverentes de pie. Luego un coro benedictino entonó el Credo. Y las voces de 2000 obispos, de varios miles de fieles profesaron unánimes su fe. 

(Hace dos años –pensábamos todos- a esta misma hora, la Capilla Sixtina llevaba el juego. En esas filas había dos mil obispos silenciosos que “aprovechaban el tiempo” rezando su breviario, mientras la hermosa polifonía “entretenía” a quienes no tenían un breviario que rezar. El Papa estaba “solo” –solo y solitario- en el altar .Decía “su” Misa. Nosotros esperábamos “lo importante”: el discurso de apertura. Ahora todo era más sobrio y más vivo. Menos brillante y más verdadero. Menos barroco, más cristiano. Nos admirábamos menos y rezábamos más. ¿Quién dijo que la reforma litúrgica era “mucho ruido y pocas nueces”? 

Ahora las manos de los 25 se elevaban a Dios para ofrecerle aquellas tres hostias que iban a ser después el Cuerpo del Señor. Y sus voces sonaban al unísono. Pausadas, hondas, agrupadas en un haz de oración. 

¡Y que silencio se hizo en la basílica cuando las 25 voces, enérgicas, levemente temblorosas, compactas, silabearon las palabras de la consagración! 25 voces que realizaban un único milagro. Jamás se vió tan clara la unidad de la Iglesia. ¡Y pensar que la rutina hubiera dejado perder este prodigioso símbolo de “comunión” católica! 
James Francis Mac Intyre, arzobispo de Los Ángeles 1948-1970

(No, no ha sido nada. Este pequeño grito que cruzó la tribuna de los cardenales ha sido cosa del calor. Hemos visto al cardenal Mc Intyre resbalar sobre su asiento, caer hasta el suelo, desmayado. Y su cuerpo, envuelto en metros y metros de púrpura, tenía sobre las parihuelas que lo condujeron hasta la enfermería, un aire macabro de cuadro surrealista) 

Más ya ha vuelto el silencio. Se adensa. Tanto que se oye sólo el siseo de las máquinas filmadoras. Y ahora otro suave crujido que, transmitido fielmente por los altavoces, nos hace contener el aliento. El Papa y los cardenales Tisserant y Lercaro están dividiendo las tres grandes hostias en 25 porciones. Vemos a cada uno de los 24 concelebrantes desfilar en torno al altar, tomar y poner sobre sus patenas el Cuerpo del Señor, volver de nuevo a su sitio, rezar simultáneamente el “Señor, yo no soy digno” y comulgar unánimes, al mismo tiempo que el Papa. Ahora de nuevo vuelven a comulgar de la Sangre del Señor, tomándola del único cáliz con 24 cucharillas de oro. 


(Les veo temblar, temerosos a caer una gota fuera de la patena, Ayer les vi, escrupulosos como misacantanos. “¿Y si se nos cae alguna gota? “No se preocupen –contestaba monseñor Dante- Pongan debajo el purificador” Y ellos preguntaban aún como seminaristas caprichosos: “¿Podremos guardarnos la cucharilla como recuerdo de este día?) 

Hoy todo va a ser completo. Veo a un grupo de auditores que se adelanta a comulgar de manos del Papa. Esto es nuevo. ¿Cómo no recordar las clásicas misas de la Basílica en las que el pueblo era mantenido lejos por los guardias suizos, lejos de la participación por los cantos de la Capilla Sixtina, lejos de la comunión por esa costumbre de que el Papa no solía darla en estas funciones? Bien, de ahora en adelante los laicos “serán” verdaderamente Iglesia. Empezando por la Basílica Vaticana. 

La misa ha concluido. Y todos comprendemos que “allí” ha pasado algo. Que la misa no ha sido un adorno de ceremonia de apertura, sino su verdadero centro. En rigor, ni hubiera sido necesario siquiera el discurso del Papa. ¿Qué mejor explicación de las relaciones entre el Papa y obispos que lo que acabamos de ver en el altar? 

Por eso me parece que puedo cerrar aquí estos comentarios. El discurso de Pablo VI lo estudiaré mañana con más calma. Hoy ya hemos tenido suficientes alegrías: hemos visto nacer la reforma litúrgica y hemos contemplado en acción “la colegialidad eucarística”. Es suficiente, es suficiente para estar felices. 

-¿Qué –he preguntado a un obispo amigo después de la ceremonia-, no le toco esta vez concelebrar? 

No –dice- con los ojos aún emocionados-. Pero ha sido tan vivo, que es como si hubiéramos concelebrado todos.

Dom Gregori Maria

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