El Señor nos habló de muchas maneras de la incomparable felicidad de quienes en este mundo amen con obras a Dios. La eterna bienaventuranza es una de las verdades que con más insistencia predicó nuestro Señor: La voluntad de mi Padre, que me ha enviado, es que yo no pierda a ninguno de los que me ha dado, sino que los resucite a todos en el último día. Por tanto, la voluntad de mi Padre… es que todo aquel que ve al Hijo, y cree en El, tenga vida eterna, y yo lo resucite en el último día. Oh Padre, dirá en la Última Cena, yo deseo ardientemente que aquellos que Tú me has dado estén conmigo allí donde yo estoy, para que contemplen mi gloria, que Tú me has dado, porque Tú me amaste antes de la creación del mundo.
La bienaventuranza eterna es comparada a un banquete que Dios prepara para todos los hombres, en el quedarán saciadas todas las ansias de felicidad que lleva en el corazón el ser humano.
Los Apóstoles nos hablan frecuentemente de esa felicidad que esperamos. San Pablo enseña que ahora vemos a Dios como en un espejo y bajo imágenes oscuras; pero entonces le veremos cara a cara, y que la alegría y la felicidad allí son indescriptibles.
Además del inmenso gozo de contemplar a Dios, de ver y estar con Jesucristo glorificado, existe una bienaventuranza accidental, por la que gozaremos de los bienes creados que responden a nuestras aspiraciones. La compañía de las personas justas que más hemos querido en este mundo: familia, amigos; y también la gloria de nuestros cuerpos resucitados, porque nuestro cuerpo resucitado será numérica y específicamente idéntico al terreno: es preciso –indica San Pablo- que este ser corruptible se revista de incorruptibilidad, y que este ser mortal se revista de inmortalidad. Este, el nuestro, no otro semejante o muy parecido… San Agustín afirma con toda claridad: “Resucitará esta carne, la misma que muere y es sepultada… La carne que ahora enferma y padece dolores, esa misma ha de resucitar”.
El recuerdo del Cielo, en las vísperas de la Ascensión del Señor, nos impulsa a buscar sobre todos los bienes que perduran y a no desear a toda costa los consuelos que acaban.
La bienaventuranza eterna es comparada a un banquete que Dios prepara para todos los hombres, en el quedarán saciadas todas las ansias de felicidad que lleva en el corazón el ser humano.
Los Apóstoles nos hablan frecuentemente de esa felicidad que esperamos. San Pablo enseña que ahora vemos a Dios como en un espejo y bajo imágenes oscuras; pero entonces le veremos cara a cara, y que la alegría y la felicidad allí son indescriptibles.
Además del inmenso gozo de contemplar a Dios, de ver y estar con Jesucristo glorificado, existe una bienaventuranza accidental, por la que gozaremos de los bienes creados que responden a nuestras aspiraciones. La compañía de las personas justas que más hemos querido en este mundo: familia, amigos; y también la gloria de nuestros cuerpos resucitados, porque nuestro cuerpo resucitado será numérica y específicamente idéntico al terreno: es preciso –indica San Pablo- que este ser corruptible se revista de incorruptibilidad, y que este ser mortal se revista de inmortalidad. Este, el nuestro, no otro semejante o muy parecido… San Agustín afirma con toda claridad: “Resucitará esta carne, la misma que muere y es sepultada… La carne que ahora enferma y padece dolores, esa misma ha de resucitar”.
El recuerdo del Cielo, en las vísperas de la Ascensión del Señor, nos impulsa a buscar sobre todos los bienes que perduran y a no desear a toda costa los consuelos que acaban.
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