En estos cuarenta días que median entre la Pascua y la Ascensión del Señor, la Iglesia nos invita a tener los ojos puestos en el Cielo, nuestra Patria definitiva, a la que el Señor nos llama. Esta invitación se hace más apremiante cuando se acerca el día en que Jesús sube a la derecha del Padre.
El Señor había prometido a sus discípulos que después de un poco de tiempo estaría con ellos para siempre. Todavía un poco y el mundo ya no me verá, pero vosotros me veréis… El Señor ha cumplido su promesa en estos días en que permanece junto a los suyos, pero esta presencia no se terminará cuando suba con su Cuerpo glorioso al Padre, pues con su Pasión y Muerte nos ha preparado un lugar en la cas del Padre, donde hay muchas moradas. De nuevo vendré –les dice- y os llevaré junto a mí para que donde yo estoy estéis también vosotros.
Los apóstoles, que habían quedado entristecidos por la predicación de las negaciones de Pedro, son confortados con la esperanza del Cielo. La vuelta a la que hace referencia Jesús incluye su segunda venida al fin del mundo y el encuentro con cada alma cuando se separe del cuerpo. Nuestra muerte será eso: el encuentro con Cristo, a quien hemos procurado servir a lo largo de nuestra vida. El nos llevará a la plenitud de la gloria, al encuentro con su Padre celestial, que es también Padre nuestro. Allí, en el Cielo, donde tenemos preparado un lugar, nos espera Jesucristo, a quien tenemos presente y hablamos en nuestra oración, con el que hemos dialogado tantas veces.
Del trato habitual con Jesucristo nace el deseo de encontrarnos con El. La fe lima muchas asperezas de la muerte. El amor al Señor cambia por completo el sentido de ese momento final que llegará para todos. (…) “Mentiría si negase que me mueve tanto el afán de contemplar la faz de Jesucristo. Vultum tuum, Domine, requiram, buscaré Señor tu rostro”.
El pensamiento del Cielo nos ayudará a vivir el desprendimiento de los bienes materiales y a superar las circunstancias difíciles. Es muy agradable a Dios que fomentemos esta esperanza teologal, que está unida a la fe y al amor, y en muchas ocasiones tendremos especial necesidad de ella (…) La meditación sobre el Cielo, hacia donde nos encaminamos, debe espolearnos para ser más generosos en nuestra lucha diaria, “porque la esperanza del premio conforta el alma para realizar las buenas obras”. El pensamiento de ese definitivo encuentro de amor, al que somos llamados, nos ayudará a estar vigilantes en las cosas grandes y en las pequeñas, haciéndolas acabadamente, como si fueran las últimas antes de irnos al Padre.
No existen palabras para expresar, ni de lejos, lo que será nuestra vida en el Cielo que Dios ha prometido a sus hijos. Sabemos que “estaremos con Cristo y veremos a Dios”; promesa y misterio admirables en los que consiste esencialmente nuestra esperanza. Será una realidad dichosísima lo que ahora entrevemos por la revelación y que apenas podemos imaginar en nuestro ser actual. En el AT se describe la felicidad del Cielo evocando la tierra prometida después de tan largo y duro caminar por el desierto. Allí, en la nueva y definitiva patria, se encuentran todos los bienes, allí se terminaran las fatigas de tan largo y difícil peregrinaje.
El Señor nos habló de muchas maneras de la incomparable felicidad de quienes en este mundo amen con obras a Dios. La eterna bienaventuranza es una de las verdades que con más insistencia predicó nuestro Señor… La bienaventuranza eterna es comparada a un banquete que Dios prepara para todos los hombres, en el que quedaran saciadas todas las ansias de felicidad que lleva en el corazón el ser humano.
La felicidad de la vida eterna consistirá ante todo en la visión directa e inmediata de de Dios. Esta visión no es sólo un perfectísimo conocimiento intelectual, sino también comunión de vida con Dios, Uno y Trino. Ver a Dios es encontrarse con El, ser felices en El.
El recuerdo del Cielo, próxima ya la fiesta de la Ascensión del Señor, nos debe llevar a una lucha decisiva y alegre por quitar los obstáculos que se interpongan entre nosotros y Cristo, nos impulsa a buscar sobre todo los bienes que perduran y a no desear a toda costa los consuelos que acaban.
Pensar en el Cielo de una gran serenidad. Nada aquí es irreparable, nada es definitivo, todos los errores pueden ser reparados. El único fracaso definitivo sería no acertar con la puerta que lleva a la Vida. Allí nos espera también la Santísima Virgen María.
Que así sea.
Bajo el amparo de Santa Bárbara, virgen y mártir, Patrona de Casablanca, promovemos la Tradición Católica. Dilexísti justítiam, et odísti iniquitátem. (Ps. 44,8).
domingo, 9 de mayo de 2010
Quinto Domingo después de Pascua.
Anhela Jesús a su Padre: modelo de la oración cristiana.
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En este último domingo después de Pascua los cánticos de la misa continúan siendo, como en todo el Tiempo Pascual, cánticos de triunfo y de alegría. La Iglesia no se cansa de celebrar la resurrección de Cristo y las gracias redentoras que han transformado nuestra vida.
Pero el hombre se olvida de lo mejor que hay en sí mismo con una facilidad desconcertante. Por eso nos exhorta la epístola a practicar con seriedad nuestros deberes de cristianos y pide la colecta, con la gracia de pensar rectamente, la de conformar nuestra conducta al ideal que se nos ha enseñado. Esta doble invitacióna un constante esfuerzo personal, al mismo tiempo que a la oración, llevan a un justo equilibrio de la ascesis cristiana. Por su parte, también los evangelios nos inculcan durante este Tiempo la oración frecuente, a la que ponen en relación con el envío del Espíritu Santo y la plegaria del mismo Cristo por los suyos. Los tres días de rogativas de esta semana insisten todavía más.
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Reflexión
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