Memorial permanente de la Pasión y de la muerte del Salvador, monumento elocuente de su amor a los hombres, piedra del sacrificio perpetuo, sobre la que se renueva místicamente el sacrificio del Calvario, mesa, verdadero vínculo de la amistad de un Dios para sus criaturas, siempre levantada, siempre abierta a los invitados al banquete eucarístico, aparece el altar, a los ojos de la fe, revestido de la más alta dignidad, porque la Liturgia sagrada nos muestra allí el símbolo y la figura de Cristo Jesús. ¿No es, en efecto, su trono en la tierra, y no encierra el reflejo de la santidad de Aquél que se digna descender a él?
El altar en que ofrecemos el sacrificio es el símbolo del sacerdocio eterno de Jesucristo, por quien las oraciones de los fieles son presentadas a Dios Padre, dice el Pontifical Romano en la instrucción que precede a la ordenación de un subdiácono. De él suben al Altísimo los votos, ofrendas, oraciones, las adoraciones de los fieles, el homenaje universal del mundo entero, unido al de Nuestro Señor Jesucristo, ennoblecido, santificado por su virtud divina.
“El altar de la Iglesia, dice el Pontifical Romano, es el mismo Cristo, según el testimonio de San Juan quien, en su Apocalipsis, dice haber visto, delante del trono del Altísimo, el altar de oro sobre el que y por el que son consagradas las ofrendas de los fieles a Dios Padre”. (Bayard, en Liturgia).
El altar, símbolo, figura y representante de Jesucristo, es el centro de toda la liturgia, y en cierta medida participa de los honores que la sagrada liturgia rinde a Dios.
El altar es el alma del templo. “Un templo sin altar es un cuerpo sin alma… en los templos todo converge al altar; él es la cabeza y el corazón de nuestras iglesias” (Gomá). “Toda la arquitectura de esta grande obra, dice un autor, extiende y cruza sus líneas, dispone sus armonías alrededor del altar; todo en la iglesia está ordenado en relación al altar, las ventanas que le iluminan, las capillas que le circundan, los arcos que le demuestran, las altas torres que le señalan, los ministros que le sirven, el incienso que le envuelve”.
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El altar en que ofrecemos el sacrificio es el símbolo del sacerdocio eterno de Jesucristo, por quien las oraciones de los fieles son presentadas a Dios Padre, dice el Pontifical Romano en la instrucción que precede a la ordenación de un subdiácono. De él suben al Altísimo los votos, ofrendas, oraciones, las adoraciones de los fieles, el homenaje universal del mundo entero, unido al de Nuestro Señor Jesucristo, ennoblecido, santificado por su virtud divina.
“El altar de la Iglesia, dice el Pontifical Romano, es el mismo Cristo, según el testimonio de San Juan quien, en su Apocalipsis, dice haber visto, delante del trono del Altísimo, el altar de oro sobre el que y por el que son consagradas las ofrendas de los fieles a Dios Padre”. (Bayard, en Liturgia).
El altar, símbolo, figura y representante de Jesucristo, es el centro de toda la liturgia, y en cierta medida participa de los honores que la sagrada liturgia rinde a Dios.
El altar es el alma del templo. “Un templo sin altar es un cuerpo sin alma… en los templos todo converge al altar; él es la cabeza y el corazón de nuestras iglesias” (Gomá). “Toda la arquitectura de esta grande obra, dice un autor, extiende y cruza sus líneas, dispone sus armonías alrededor del altar; todo en la iglesia está ordenado en relación al altar, las ventanas que le iluminan, las capillas que le circundan, los arcos que le demuestran, las altas torres que le señalan, los ministros que le sirven, el incienso que le envuelve”.
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Definición del Altar.
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El altar es una mesa de piedra, consagrada por el Obispo, y que contiene reliquias de santos mártires, sobre el que se ofrece el santo sacrificio de la Misa. Etimológicamente, altar viene del latín: alta ara, esto es, un ara elevada. Los paganos designaban con el nombre de ara el altar de las divinidades terrenas, y con el nombre de altare, el altar de las divinidades celestes.
La primera mención del altar aparece en la carta de San Pablo a los hebreos: “Tenemos un altar del que no pueden comer los que sirven al tabernáculo”.
La primera mención del altar aparece en la carta de San Pablo a los hebreos: “Tenemos un altar del que no pueden comer los que sirven al tabernáculo”.
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