La tradición de la Iglesia ha reconocido la presencia de san Pedro en Roma, después de Jerusalén y Antioquía. Las investigaciones históricas y arqueológicas ratifican este ejercicio de su misión de Pastor universal desde Roma, y su muerte allí, según testimonios de Tertuliano (muerto en el 225), de Eusebio y Orígenes (muerto en el 253) sobre la crucifixión del apóstol y su solicitud de ser colocado cabeza abajo, pues no era digno de igual posición a la de la muerte de su Maestro. La fecha de la muerte de San Pedro se coloca dentro del reinado persecutorio del inclemente Nerón (54 a 68), ubicada con mayor precisión en el año 67. Es de recordar la profecía de Jesús: “Cuando eras joven tú mismo te ceñías, e ibas a donde querías, pero cuando llegues a viejo extenderás tus brazos y otro te ceñirá”. Sobre estas palabras de Jesús anota el evangelista: “Con esto indicaba la clase de muerte con que iba a glorificar a Dios” (Jn 21, 18-19). Claro anuncio de su crucifixión.
Su sepultura ocurrió en las colinas vaticanas, en donde es venerado claramente desde la época de su segundo sucesor, San Cleto (76-89), quien levantó allí un santuario a su memoria. Sobre estas colinas se levantó la magnífica basílica en su honor que se comenzó desde la época de Constantino (323), y a cuya grandiosa construcción actual contribuyeron los papas Julio II (1503-1513), Paulo V (1605-1621), Urbano VIII (1623-1644) con el aporte de Miguel Ángel. Está en la memoria de todos, en relación con san Pedro, la legendaria tradición de su propósito de alejarse de Roma ante la atroz persecución de Nerón, pero que, al intentar alejarse de la ciudad, se le aparece Jesucristo y le dice: Quo vadis, Petrus? (¿A dónde vas, Pedro?), y el apóstol regresa y permanece allí hasta ser martirizado.
Fue el convertido por Jesús en “Pedro”, o fundamento de una sucesión que se tendría desde Roma hasta hoy con Benedicto XVI, como el número 265 en legítima sucesión. Está allí su figura humana, digna de recuerdo, pero están también su vocación y misión anunciada por la palabra de Jesús de que sería: “Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella” (Mt 16, 18). Después de dos mil años seguimos admirando la figura de san Pedro, y nos colocamos bajo su cayado, que sigue llevando su sucesor, el obispo de Roma.
Como documentos de valor sagrado están las dos epístolas, acogidas en la Biblia, que comienzan con su nombre, con insistente llamado a la santidad y al testimonio, basados en la fe en Dios y Jesús resucitado. Sigue resonando su llamado consignado allí a responder con fidelidad a Dios y a nuestro Salvador Jesucristo, alegres en nuestro vivir cristiano, pues: “Nos ha cabido la suerte de una fe tan preciosa” (cf. 2P 1, 1). (Msr. Libardo Ramírez Gómez).
Su sepultura ocurrió en las colinas vaticanas, en donde es venerado claramente desde la época de su segundo sucesor, San Cleto (76-89), quien levantó allí un santuario a su memoria. Sobre estas colinas se levantó la magnífica basílica en su honor que se comenzó desde la época de Constantino (323), y a cuya grandiosa construcción actual contribuyeron los papas Julio II (1503-1513), Paulo V (1605-1621), Urbano VIII (1623-1644) con el aporte de Miguel Ángel. Está en la memoria de todos, en relación con san Pedro, la legendaria tradición de su propósito de alejarse de Roma ante la atroz persecución de Nerón, pero que, al intentar alejarse de la ciudad, se le aparece Jesucristo y le dice: Quo vadis, Petrus? (¿A dónde vas, Pedro?), y el apóstol regresa y permanece allí hasta ser martirizado.
Fue el convertido por Jesús en “Pedro”, o fundamento de una sucesión que se tendría desde Roma hasta hoy con Benedicto XVI, como el número 265 en legítima sucesión. Está allí su figura humana, digna de recuerdo, pero están también su vocación y misión anunciada por la palabra de Jesús de que sería: “Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella” (Mt 16, 18). Después de dos mil años seguimos admirando la figura de san Pedro, y nos colocamos bajo su cayado, que sigue llevando su sucesor, el obispo de Roma.
Como documentos de valor sagrado están las dos epístolas, acogidas en la Biblia, que comienzan con su nombre, con insistente llamado a la santidad y al testimonio, basados en la fe en Dios y Jesús resucitado. Sigue resonando su llamado consignado allí a responder con fidelidad a Dios y a nuestro Salvador Jesucristo, alegres en nuestro vivir cristiano, pues: “Nos ha cabido la suerte de una fe tan preciosa” (cf. 2P 1, 1). (Msr. Libardo Ramírez Gómez).
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