León Magno tuvo conciencia de la grandísima importancia y responsabilidad de ser obispo de Roma. Como cabeza de la Iglesia universal, llamaba a la comunidad romana a tener especial y santo comportamiento, pues debía dar testimonio a las demás Iglesias. Reconocía el deber que tiene cada obispo de dirigir su rebaño con especial solicitud, pero advertía sobre la misión de velar por todas las Iglesias como le corresponde al Papa. León I con su carta dogmática dirigida al patriarca Flaviano de Constantinopla (agosto del año 449), en la que definía la fe verdadera sobre las dos naturalezas en Jesucristo, en contra de las aseveraciones de Eutiques, reafirma la autoridad universal del obispo de Roma. Esa misiva de san León ante el concilio de Calcedonia (451), fue recibida con respeto, obediencia y entusiasmo por los padres conciliares, quienes reconocieron: “Pedro ha hablado por boca de León”.
Especial importancia histórica tuvo también la actuación de san León en la defensa de regiones de Italia ante las pretensiones destructoras y devastadoras del rey de los hunos, Atila, llamado por sus crueldades “azote de Dios”, detenido a las puertas de la ciudad por el Papa, quien lo disuadió, con tributo material, para que no atacara la ciudad (año 452). Tres años más tarde detuvo, en gran parte, mayores destrucciones de parte de Genseico, rey de los vándalos.
Como hombre de extraordinaria virtud, san León es recordado en escritos de su época. Existe uno atribuido a Amos, patriarca de Jerusalén: “Por mis lecturas estoy enterado que el bienaventurado papa León, hombre costumbres angélicas, veló y oró durante cuarenta días en la tumba de san Pedro, pidiendo a Dios, por intercesión del apóstol, perdón de sus pecados”. Su preocupación por la purificación, como lo expresa con frecuencia en sus sermones, pone de relieve la gran dignidad del cristiano por la encarnación del Verbo de Dios, lo cual reclama una gran respuesta de cada bautizado y una vida purificada de todo pecado (Sermón 95, 6-8).
Es inolvidable el acento de fe, de piedad y de profundidad teológica que se percibe en sus sermones, que nos recuerda la Iglesia en la fiesta de Navidad: “¡Reconoce, oh cristiano, tu dignidad y, ya que ahora participas de la misma naturaleza divina, no vuelvas a tu antigua vida depravada! ¡Recuerda de qué cabeza y de qué cuerpo eres miembro! Ten presente que has sido arrancado del dominio de las tinieblas y transportado al reino y claridad de Dios” (Sermón I, en la Natividad del Señor 1-3).
En disciplina, doctrina y organización eclesiástica, san León fue claro y exigente. Escribió varias cartas a obispos y patriarcas precisando el pensamiento de la Iglesia en esos fundamentales aspectos. Fue quien abolió la exigencia de confesión pública de los pecados, dio determinaciones sobre el respeto especial hacia las vírgenes consagradas a Dios y precisó medidas sobre el cuidado y manejo de bienes materiales puestos bajo la potestad de la Iglesia en sus distintos estamentos.
Murió el 10 de noviembre del año 461. En sus 21 años de pontificado se había ganado el cariño y veneración de ricos y pobres, de emperadores, del clero y de los laicos.
Al lado de Gregorio I, por su prestancia, por su virtud, por su obra de Iglesia, por su influjo en el momento histórico, tiene bien ganado el título de “Magno”.
(Msr. Libardo Ramírez Gómez).
Especial importancia histórica tuvo también la actuación de san León en la defensa de regiones de Italia ante las pretensiones destructoras y devastadoras del rey de los hunos, Atila, llamado por sus crueldades “azote de Dios”, detenido a las puertas de la ciudad por el Papa, quien lo disuadió, con tributo material, para que no atacara la ciudad (año 452). Tres años más tarde detuvo, en gran parte, mayores destrucciones de parte de Genseico, rey de los vándalos.
Como hombre de extraordinaria virtud, san León es recordado en escritos de su época. Existe uno atribuido a Amos, patriarca de Jerusalén: “Por mis lecturas estoy enterado que el bienaventurado papa León, hombre costumbres angélicas, veló y oró durante cuarenta días en la tumba de san Pedro, pidiendo a Dios, por intercesión del apóstol, perdón de sus pecados”. Su preocupación por la purificación, como lo expresa con frecuencia en sus sermones, pone de relieve la gran dignidad del cristiano por la encarnación del Verbo de Dios, lo cual reclama una gran respuesta de cada bautizado y una vida purificada de todo pecado (Sermón 95, 6-8).
Es inolvidable el acento de fe, de piedad y de profundidad teológica que se percibe en sus sermones, que nos recuerda la Iglesia en la fiesta de Navidad: “¡Reconoce, oh cristiano, tu dignidad y, ya que ahora participas de la misma naturaleza divina, no vuelvas a tu antigua vida depravada! ¡Recuerda de qué cabeza y de qué cuerpo eres miembro! Ten presente que has sido arrancado del dominio de las tinieblas y transportado al reino y claridad de Dios” (Sermón I, en la Natividad del Señor 1-3).
En disciplina, doctrina y organización eclesiástica, san León fue claro y exigente. Escribió varias cartas a obispos y patriarcas precisando el pensamiento de la Iglesia en esos fundamentales aspectos. Fue quien abolió la exigencia de confesión pública de los pecados, dio determinaciones sobre el respeto especial hacia las vírgenes consagradas a Dios y precisó medidas sobre el cuidado y manejo de bienes materiales puestos bajo la potestad de la Iglesia en sus distintos estamentos.
Murió el 10 de noviembre del año 461. En sus 21 años de pontificado se había ganado el cariño y veneración de ricos y pobres, de emperadores, del clero y de los laicos.
Al lado de Gregorio I, por su prestancia, por su virtud, por su obra de Iglesia, por su influjo en el momento histórico, tiene bien ganado el título de “Magno”.
(Msr. Libardo Ramírez Gómez).
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