sábado, 13 de noviembre de 2010

Domingo XXV después de Pentecostés.

El Señor eligió a unos pocos hombres para instaurar su reinado en el mundo. Eran la mayoría de ellos humildes pescadores con escasa cultura, llenos de defectos y sin medios materiales: eligió la flaqueza del mundo para confundir a los fuertes. Con miras humanas es incomprensible que estos hombres llegaran a difundir la doctrina de Cristo por toda la tierra en tan corto tiempo y teniendo enfrente innumerables trabas y contradicciones. Con la parábola del grano de mostaza –comenta San Juan Crisóstomo- les mueve Jesús a la fe y les hace ver que la predicación del Evangelio se propagará a pesar de todo.
Somos nosotros también ese grano de mostaza en relación a la tarea que nos encomienda el Señor en medio del mundo. No debemos olvidar la desproporción entre los medios a nuestro alcance, nuestros escasos talentos y la magnitud del apostolado que hemos de realizar; pero tampoco debemos dejar a un lado que tendremos siempre la ayuda del Señor. Surgirán dificultades, y seremos entonces más conscientes de nuestra poquedad. Esto nos debe llevar a confiar más en el Maestro y en el carácter sobrenatural de la obra que nos encomienda. “En las horas de lucha y contradicción, cuando quizás “los buenos” llenan de obstáculo tu camino, alza tu corazón de apóstol: oye a Jesús que habla del grano de mostaza y de la levadura. Y dile: “edissere nobis parabolam” –explícame la parábola. Y sentirás el gozo de contemplar la victoria futura: aves del cielo, en el cobijo de tu apostolado, ahora incipiente; y toda la masa fermentada”.
Si no perdemos de vista nuestra poquedad y la ayuda de la gracia, nos mantendremos siempre firmes y fieles a lo que Él espera de cada uno; si no mirásemos a Jesús, encontraríamos pronto el pesimismo, llegaría el desánimo y abandonaríamos la tarea. Con el Señor lo podemos todo.
Los apóstoles y los cristianos de los comienzos encontraron una sociedad minada en sus cimientos, sobre la que era prácticamente imposible construir ningún ideal… Y desde el seno de esa sociedad los cristianos la transformaron; allí cayó la semilla, y de ahí al mundo entero, y aunque era insignificante llevaba una fuerza divina, porque era de Cristo. Los primeros cristianos que llegaron a Roma no eran distintos de nosotros, y con la ayuda de la gracia ejercieron un apostolado eficaz, trabajando codo a codo, en las mismas profesiones que los demás, con los mismos problemas, acatando las mismas leyes, a no ser que fueran directamente en contra de las de Dios. Verdaderamente, la primitiva Cristiandad, en Jerusalén, Antioquía o Roma, era como un grano de mostaza, perdido en la inmensidad del campo.
Los obstáculos del ambiente no nos deben desaminar, aunque veamos en nuestra sociedad signos semejantes a los de los primeros tiempos. El Señor cuenta con nosotros para transformar el lugar donde se desenvuelve nuestro vivir cotidiano. No dejemos de llevar a cabo aquello que está a nuestra mano, aunque parezca poca cosa –tan poca cosa como un insignificante grano de mostaza-, porque el Señor mismo hará crecer nuestro empeño, y la oración y el sacrificio que hayamos puesto darán sus frutos.

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