“Comienza con la palabra Magnificat: mi alma “engrandece” al Señor; es decir, proclama que el Señor es grande. María desea que Dios sea grande en el mundo, que sea grande en su vida, que esté presente en todos nosotros. No tiene miedo de que Dios sea un “competidor” en nuestra vida, de que con su grandeza pueda quitarnos algo de nuestra libertad, de nuestro espacio vital. Ella sabe que, si Dios es grande, también nosotros somos grandes. No oprime nuestra vida, sino que la eleva y la hace grande: precisamente entonces se hace grande con el esplendor de Dios” (15/8/2005).
“El icono de la Anunciación, mejor que cualquier otro, nos permite percibir con claridad cómo todo en la Iglesia se remonta a ese misterio de acogida del Verbo divino, donde, por obra de Espíritu Santo, se sello de modo perfecto la alianza entre Dios y la humanidad. Todo en la Iglesia, toda institución y ministerio, incluso el de Pedro y sus sucesores, está “puesto” bajo el manto de la Virgen, en el espacio lleno de gracia de su “sí” a la voluntad de Dios. Se trata de un vínculo que en todos nosotros tiene naturalmente una fuerte resonancia afectiva, pero que tiene, ante todo, un valor objetivo” (25/3/2006).
“(…) “llena de gracia”, y la gracia no es más que el amor de Dios; por eso, en definitiva, podríamos traducir esa palabra así: “amada” por Dios (cfr. Lc 1, 28). Orígenes observa que semejante título jamás se dio a un ser humano y que no se encuentra en ninguna otra parte de la Sagrada Escritura (cfr. In Lucam 6, 7). Es un título expresado en voz pasiva, pero esta “pasividad” de María, que desde siempre y para siempre es la “amada” por el Señor, implica su libre consentimiento, su respuesta personal y original: al ser amada, al recibir el don de Dios, María es plenamente activa, porque acoge con disponibilidad personal la ola del amor de Dios que se derrama en ella. También en esto ella es discípula perfecta de su Hijo, el cual realiza totalmente su libertad en la obediencia al Padre y precisamente obedeciendo ejercita su libertad” (26/3/2006).
(Fuente: Benedicto XVI-Joseph Ratzinger: Orar. Planeta. 2009).
“El icono de la Anunciación, mejor que cualquier otro, nos permite percibir con claridad cómo todo en la Iglesia se remonta a ese misterio de acogida del Verbo divino, donde, por obra de Espíritu Santo, se sello de modo perfecto la alianza entre Dios y la humanidad. Todo en la Iglesia, toda institución y ministerio, incluso el de Pedro y sus sucesores, está “puesto” bajo el manto de la Virgen, en el espacio lleno de gracia de su “sí” a la voluntad de Dios. Se trata de un vínculo que en todos nosotros tiene naturalmente una fuerte resonancia afectiva, pero que tiene, ante todo, un valor objetivo” (25/3/2006).
“(…) “llena de gracia”, y la gracia no es más que el amor de Dios; por eso, en definitiva, podríamos traducir esa palabra así: “amada” por Dios (cfr. Lc 1, 28). Orígenes observa que semejante título jamás se dio a un ser humano y que no se encuentra en ninguna otra parte de la Sagrada Escritura (cfr. In Lucam 6, 7). Es un título expresado en voz pasiva, pero esta “pasividad” de María, que desde siempre y para siempre es la “amada” por el Señor, implica su libre consentimiento, su respuesta personal y original: al ser amada, al recibir el don de Dios, María es plenamente activa, porque acoge con disponibilidad personal la ola del amor de Dios que se derrama en ella. También en esto ella es discípula perfecta de su Hijo, el cual realiza totalmente su libertad en la obediencia al Padre y precisamente obedeciendo ejercita su libertad” (26/3/2006).
(Fuente: Benedicto XVI-Joseph Ratzinger: Orar. Planeta. 2009).
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