domingo, 16 de noviembre de 2008

Sermón del Domingo XXVII después de Pentecostés

En el Evangelio de la Sancta Missa de este domingo el Divino Maestro nos da a conocer dos breves y sencillas parábolas que encierran una gran verdad acerca de la esencia de su Iglesia, constituida para ser fermento en la masa y pequeña semilla sembrada en el mundo. Efectivamente, hoy San Mateo nos trae las parábolas del grano de mostaza y de la levadura.
“Símile est regnum caelórum grano sinápis…” “Semejante es el reino de los cielos a un grano de mostaza…”
Nuestra condición humana tiende muchas veces a menospreciar lo diminuto, lo pequeño, lo insignificante, más aún lo que se considera necio, débil y despreciable; sin embargo, es precisamente esto lo que Dios en su infinita sabiduría elige para llevar cabo sus planes magníficos. Nos recuerda la enseñanza de la Iglesia que Dios se anonadó, es decir, se despojó de su grandeza divina para llevar a cabo su misión. De allí que cuando les dice esta parábola a los discípulos y a las multitudes, el Señor Jesús les está indicando cuál deberá ser la impronta que deberán tener presente en su actuar y al prorrogar en el tiempo su misión; en otras palabras, que deberán tener presente siempre el modo de ser y actuar de Él. “La Iglesia ha de ver en el Señor, Encarnado, Muerto y Resucitado, el vaciado de una escultura en el que ella debe derramar su energía entera para permitir que se obre la total identificación con Él”.
La Iglesia nunca deberá olvidar que siendo ella una diminuta semilla –como el grano de mostaza-, le viene de la fuerza del Espíritu Santo la fuerza necesaria para su expansión y la capacidad de su crecimiento. “La asistencia divina es la que permite al grano de mostaza crecer y crecer, hasta poder dar cobijo a los nidos de algunas aves”. Por eso, que en este día debemos pedirle al Señor que aleje de nuestros propósitos toda autosuficiencia y ánimo de soberbia en nuestra actuar como cristianos e hijos de la Iglesia, pequeña criada del reino.
“Símile est regnum caelórum ferménto…” “Semejante es el reino de los cielos a la levadura que tomó una mujer…”
En esta comparación que nos pone el Señor, hemos de considerar en primer lugar lo poco que es la levadura en relación a la masa que debe transformar. Siendo tan poca cosa, su poder es muy grande pues logra que la masa se elabore y se convierta en alimento comestible y sano. Así también debe ser nuestro apostolado. Seremos audaces en el apostolado “porque la fuerza del fermento cristiano no es simplemente humana: es la misma fuerza del Espíritu Santo que actúa en la Iglesia. También el Señor cuenta con nuestras poquedades y flaquezas”.
San Juan Crisóstomo nos recuerda a propósito de esta parábola que así como la levadura sin distinguirse de la masa cuando está en contacto con ella la transforma desde adentro, “del mismo modo tenéis que hacer vosotros cuando estés mezclados, identificados con la gente…, como la levadura que está escondida, pero no desaparece, sino que poco a poco va transformando toda la masa en su propia calidad”. El cristiano estando en las entrañas del mundo, en medio de toda profesión, oficio, actividad, como nos exhorta San Josemaría debe coadyuvar a la transformación del mundo con la ayuda de Dios, pues a eso ha sido llamado por vocación divina. Debemos ser fermento en la masa. “La Iglesia, pequeña comunidad de Dios, ha de ser como el fermento. “Anclada en el corazón del mundo”, escribió de ella con tono profético el Siervo de Dios Pablo VI. Todo su ser ha de vivir en la tensión entre acertar, por un lado, a no perder la condición sobrenatural, porque no es de este mundo, y conseguir, por otro y a la par, penetrar en todas las realidades humanas, ya que ha de estar en el mundo”.
¡Que la Santísima Virgen María, ancilla Domini, nos ayude a ser fermento en el corazón del mundo y pequeña semilla del Reino de Dios!. Amén.

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