domingo, 2 de noviembre de 2008

Sermón del domingo 25 después de Pentecostés.

El Santo Evangelio de este domingo 25 después de Pentecostés nos presenta el episodio de la tempestad apaciguada, según el relato de San Mateo 8, 23-27, pues también podemos leerla en los textos paralelos de San Lucas 8, 22-25 y de San Marcos 4, 35-40. Todos los evangelistas consignan que antes de embarcarse una gran multitud rodeaba al Divino Maestro y a sus discípulos; el Señor necesitaba descansar por encontrarse muy fatigado y para esto nada mejor que la travesía hecha de noche; pero además, lo más probable que deseara habituar a sus discípulos al trabajo incesante y duro, probar su fe por medio de la tempestad y confirmarles en su vocación por medio de un milagro. Este apaciguamiento de la tempestad es el segundo de los milagros obrados por el Señor en el lago, especialmente para los apóstoles. Entrados ya en la navegación, se desató la tempestad mientras el Salvador descansaba durmiendo, y el agua de las olas comenzó a entrar en la barca. Es allí, donde los discípulos temerosos de hundirse y llenos de espanto claman al Maestro: “¡Señor, sálvanos que nos hundimos!” La imperfección de esta conducta no consiste en que temiesen perecer, creyendo que no podrían salvarse por sus solas fuerzas, sino que creyeron que el Salvador sólo podía ayudarles estando despierto. Las palabras de los discípulos reflejaban un cierto mal humor y desconfianza.
Precisamente, el Divino Maestro no los amonesta por el temor que habían manifestado, el cual era involuntario y bien fundado, sino por su falta de fe y confianza: “Quid timidi estis, modicae fidei?”, ¿Por qué teméis, hombre de poca fe? Esta fue, por tanto, su falta. Dicho esto, el Señor increpó a la tempestad y a las olas y vino la calma, ante lo cual los discípulos y los tripulantes asombrados exclamaron: “Qualis est hic, quia et venti et mare oboediunt ei?”, “¿Quién es éste, que los vientos y el mar le obedecen?”.
Los efectos del milagro fueron el asombro de los discípulos ante la presencia de la Omnipotencia Divinas, expresadas en las palabras consignadas que son una espléndida profesión de fe en la divinidad de Jesucristo. Por otra parte, el milagro de la tempestad calmada nos muestra que el Señor deseó fortificar y perfeccionar la fe de sus discípulos en su divinidad y, a través de ella, sostenerles en las dificultades y tropiezos que deberían afrontar más adelante para dar testimonio de El ante el mundo, especialmente a las persecuciones. Los Santos Padres ven en este milagro una figura de las persecuciones que ha tenido que afrontar la Iglesia a lo largo de su historia, pues ella es verdaderamente la barca de Pedro.
Desde esa perspectiva, el Señor a través de este evangelio nos da dos lecciones. “Primeramente, a la Iglesia y a los apóstoles jamás le faltarán las persecuciones. He aquí los motivos de esto. El primero de todos es que la natural oposición que hay entre la doctrina cristiana y el mundo, no puede menos que provocar el odio de éste a aquélla. La Iglesia, por otra parte, debe demostrar su origen divino, venciendo toda clase de dificultades y persecuciones. Estas estaban anunciadas en las profecías mesiánicas, y en realidad jamás le han faltado ni le faltarán a la Iglesia… En segundo lugar, estas persecuciones no perjudicarán a la Iglesia, la cual saldrá siempre triunfante, tanto si Cristo duerme, como si vigila y calma la tempestad, es decir, tanto si interviene visible como invisiblemente en auxilio de la Iglesia. De un modo u otro la auxiliará y la salvará” (R.P.M.Meschler, s.j.).
Ciertamente que lo anterior también es aplicable a cada uno de nosotros que seremos zarandeados también por las tempestades de la vida y experimentemos las diversas persecuciones en este mundo, que a toda costa trata de sacar al Señor de nuestra historia. Pero también saldremos vencedores en la medida que tengamos a Cristo en nuestra barca y pongamos toda nuestra confianza en El, pues es el Señor. ¡Qué la Madre del Redentor, auxilium christianorum, sea nuestro escudo y fortaleza ante las adversidades!

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