In nomine Patris et Filii et Spiritus Sancti.
Después del encuentro en el Templo, Jesús regresó a Galilea con María y José. Y bajó con ellos, y vino a Nazareth, y les estaba sujeto. El Espíritu Santo ha querido dejar consignado este hecho en el Evangelio. La fuente sólo puede provenir de María, que vio una y otra vez la obediencia callada de su Hijo. Es una de las pocas noticias que nos han llegado de estos años de vida oculta: que Jesús les obedecía. “Cristo, a quien el universo está sujeto –comenta San Agustín-, estaba sujeto a los suyos”. Por obediencia al Padre, se sometió Jesús a quienes en su vida terrena encontró investidos de autoridad; en primer lugar, a sus padres.
Nuestra Señora debió de reflexionar en muchas ocasiones acerca de la obediencia de Jesús, que fue extremadamente delicada y a la vez sencilla y llena de naturalidad. San Lucas nos dice inmediatamente que su madre guardaba todas estas cosas en su corazón.
Toda la vida de Jesús fue un acto de obediencia a la voluntad del Padre: Yo hago siempre lo que es de su agrado, nos afirmará más tarde. Y en otra ocasión dijo claramente a sus discípulos: Mi alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado y llevar a cabo su obra.
El alimento es lo que da energías para vivir. Y Jesús nos dice que la obediencia a la voluntad de Dios –manifestada de formas tan diversas- deberá ser lo que alimente y dé sentido a nuestras vidas. Sin obediencia no hay crecimiento en la vida interior, ni verdadero desarrollo de la persona humana; la obediencia, “lejos de menoscabar la dignidad humana, la lleva, por la más amplia libertad de los hijos de Dios, a la madurez” (CVII, Perfectae caritatis).
No hay ninguna situación de nuestra vida que sea indiferente para Dios. En cada momento espera de nosotros una respuesta: la que coincide con su gloria y con nuestra personal felicidad. Somos felices cuando obedecemos, porque hacemos lo que el Señor quiere para nosotros, que es lo que nos conviene, aunque en alguna ocasión nos cueste.
La voluntad de Dios se nos manifiesta a través de los mandamientos, de su Iglesia, de acontecimientos que suceden, y también de personas a quienes debemos obediencia.
La obediencia es una virtud que nos hace muy gratos al Señor. En la Sagrada Escritura se nos narra la desobediencia de Saúl a un mandato que había recibido de Yahvé. Y a pesar de su victoria sobre los amalecitas y de los sacrificios que después ofreció el propio rey, el Señor se arrepintió de haberlo hecho rey, y, por boca del profeta Samuel le dijo: Mejor es la obediencia que las víctimas. Y comenta San Gregorio: “Con razón se antepone la obediencia a las víctimas, porque mediante la obediencia se inmola la propia voluntad”. En la obediencia manifestamos nuestra entrega al Señor.
En el Evangelio vemos cómo obedece nuestra Madre Santa María, que se llama a sí misma la esclava del Señor, manifestando que no tiene otra voluntad que la de su Dios. Obedece San José, y siempre con presteza, las cosas que se le ordenan de parte del Señor. Es la prontitud de hacer lo mandado, una de las cualidades de la verdadera obediencia. Los Apóstoles, a pesar de sus limitaciones, saben obedecer. Y porque confían en el Señor echan la red a la derecha de la barca, donde les ha dicho Jesús, y obtienen una pesca abundante, a pesar de no ser la hora oportuna y de tener experiencia de que aquel día parecía no haber un solo pez en todo el lago. La obediencia y la fe en la palabra del Señor hacen milagros. Muchas gracias y frutos van unidos a la obediencia. Los diez leprosos son curados por la obediencia a las palabras del Señor… Y lo mismo le sucedió a aquel ciego a quien el Señor le puso lodo en los ojos, y le dijo: anda, y lávate en la piscina de Siloé… El Evangelio nos muestra muchos ejemplos de personas que supieron obedecer: los sirvientes de Caná de Galilea, los pastores de Belén, los Magos… Todos recibieron abundantes gracias de Dios.
“Jesucristo, en cumplimiento de la voluntad del Padre, inauguró en la tierra el Reino de los cielos, nos reveló su misterio y realizó la redención con su obediencia” (CVII, Lumen gentium). Y San Pablo nos dice que se humilló, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz. En Getsemaní, la obediencia de Jesús alcanza su punto culminante, cuando renuncia completamente a su voluntad para aceptar la carga de todos los pecados del mundo, y así redimirnos… No nos extrañe si al abrazar la obediencia nos encontramos con la cruz. La obediencia exige, por amor a Dios, la renuncia a nuestro yo, a nuestra más íntima voluntad. Sin embargo, Jesús ayuda y facilita el camino, si somos humildes.
Cristo obedece por amor; ese es el sentido de la obediencia cristiana: la que se debe a Dios y a sus mandamientos, la que se debe a la Iglesia, a los padres –a sus mandatos y a la doctrina del Magisterio-, y la que afecta a aquellas cosas más íntimas de nuestra alma. En todos los casos, de forma más o menos directa, estamos obedeciendo a Dios a través de sus autoridades. Y no quiere el Señor servidores de mala gana, sino hijos que desean cumplir su voluntad… La obediencia, lleva también consigo la educación verdadera del carácter y una gran paz en el alma, frutos del sacrificio y de la entrega de la propia voluntad por un bien más alto. Sirviendo a Dios, a través de la obediencia, se adquiere la verdadera libertad: Deo serviré, regnare est. Servir a Dios es reinar…
Si nos ponemos muy cerca de la Virgen aprenderemos con facilidad a obedecer con prontitud, alegría y eficacia. Dice San Josemaría Escriva: “Tratemos de aprender, siguiendo su ejemplo en la obediencia de Dios, en esa delicada combinación de esclavitud y de señorío. En María no hay nada de aquella actitud de las vírgenes necias, que obedecen, pero alocadamente. Nuestra Señora oye con atención lo que Dios quiere, pondera lo que no entiende, pregunta lo que no sabe. Luego, se entrega toda al cumplimiento de la voluntad divina: he aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra (Lc 1, 38)”.
Que así sea.
In nomine Patris et Filii et Spiritus Sancti.
Después del encuentro en el Templo, Jesús regresó a Galilea con María y José. Y bajó con ellos, y vino a Nazareth, y les estaba sujeto. El Espíritu Santo ha querido dejar consignado este hecho en el Evangelio. La fuente sólo puede provenir de María, que vio una y otra vez la obediencia callada de su Hijo. Es una de las pocas noticias que nos han llegado de estos años de vida oculta: que Jesús les obedecía. “Cristo, a quien el universo está sujeto –comenta San Agustín-, estaba sujeto a los suyos”. Por obediencia al Padre, se sometió Jesús a quienes en su vida terrena encontró investidos de autoridad; en primer lugar, a sus padres.
Nuestra Señora debió de reflexionar en muchas ocasiones acerca de la obediencia de Jesús, que fue extremadamente delicada y a la vez sencilla y llena de naturalidad. San Lucas nos dice inmediatamente que su madre guardaba todas estas cosas en su corazón.
Toda la vida de Jesús fue un acto de obediencia a la voluntad del Padre: Yo hago siempre lo que es de su agrado, nos afirmará más tarde. Y en otra ocasión dijo claramente a sus discípulos: Mi alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado y llevar a cabo su obra.
El alimento es lo que da energías para vivir. Y Jesús nos dice que la obediencia a la voluntad de Dios –manifestada de formas tan diversas- deberá ser lo que alimente y dé sentido a nuestras vidas. Sin obediencia no hay crecimiento en la vida interior, ni verdadero desarrollo de la persona humana; la obediencia, “lejos de menoscabar la dignidad humana, la lleva, por la más amplia libertad de los hijos de Dios, a la madurez” (CVII, Perfectae caritatis).
No hay ninguna situación de nuestra vida que sea indiferente para Dios. En cada momento espera de nosotros una respuesta: la que coincide con su gloria y con nuestra personal felicidad. Somos felices cuando obedecemos, porque hacemos lo que el Señor quiere para nosotros, que es lo que nos conviene, aunque en alguna ocasión nos cueste.
La voluntad de Dios se nos manifiesta a través de los mandamientos, de su Iglesia, de acontecimientos que suceden, y también de personas a quienes debemos obediencia.
La obediencia es una virtud que nos hace muy gratos al Señor. En la Sagrada Escritura se nos narra la desobediencia de Saúl a un mandato que había recibido de Yahvé. Y a pesar de su victoria sobre los amalecitas y de los sacrificios que después ofreció el propio rey, el Señor se arrepintió de haberlo hecho rey, y, por boca del profeta Samuel le dijo: Mejor es la obediencia que las víctimas. Y comenta San Gregorio: “Con razón se antepone la obediencia a las víctimas, porque mediante la obediencia se inmola la propia voluntad”. En la obediencia manifestamos nuestra entrega al Señor.
En el Evangelio vemos cómo obedece nuestra Madre Santa María, que se llama a sí misma la esclava del Señor, manifestando que no tiene otra voluntad que la de su Dios. Obedece San José, y siempre con presteza, las cosas que se le ordenan de parte del Señor. Es la prontitud de hacer lo mandado, una de las cualidades de la verdadera obediencia. Los Apóstoles, a pesar de sus limitaciones, saben obedecer. Y porque confían en el Señor echan la red a la derecha de la barca, donde les ha dicho Jesús, y obtienen una pesca abundante, a pesar de no ser la hora oportuna y de tener experiencia de que aquel día parecía no haber un solo pez en todo el lago. La obediencia y la fe en la palabra del Señor hacen milagros. Muchas gracias y frutos van unidos a la obediencia. Los diez leprosos son curados por la obediencia a las palabras del Señor… Y lo mismo le sucedió a aquel ciego a quien el Señor le puso lodo en los ojos, y le dijo: anda, y lávate en la piscina de Siloé… El Evangelio nos muestra muchos ejemplos de personas que supieron obedecer: los sirvientes de Caná de Galilea, los pastores de Belén, los Magos… Todos recibieron abundantes gracias de Dios.
“Jesucristo, en cumplimiento de la voluntad del Padre, inauguró en la tierra el Reino de los cielos, nos reveló su misterio y realizó la redención con su obediencia” (CVII, Lumen gentium). Y San Pablo nos dice que se humilló, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz. En Getsemaní, la obediencia de Jesús alcanza su punto culminante, cuando renuncia completamente a su voluntad para aceptar la carga de todos los pecados del mundo, y así redimirnos… No nos extrañe si al abrazar la obediencia nos encontramos con la cruz. La obediencia exige, por amor a Dios, la renuncia a nuestro yo, a nuestra más íntima voluntad. Sin embargo, Jesús ayuda y facilita el camino, si somos humildes.
Cristo obedece por amor; ese es el sentido de la obediencia cristiana: la que se debe a Dios y a sus mandamientos, la que se debe a la Iglesia, a los padres –a sus mandatos y a la doctrina del Magisterio-, y la que afecta a aquellas cosas más íntimas de nuestra alma. En todos los casos, de forma más o menos directa, estamos obedeciendo a Dios a través de sus autoridades. Y no quiere el Señor servidores de mala gana, sino hijos que desean cumplir su voluntad… La obediencia, lleva también consigo la educación verdadera del carácter y una gran paz en el alma, frutos del sacrificio y de la entrega de la propia voluntad por un bien más alto. Sirviendo a Dios, a través de la obediencia, se adquiere la verdadera libertad: Deo serviré, regnare est. Servir a Dios es reinar…
Si nos ponemos muy cerca de la Virgen aprenderemos con facilidad a obedecer con prontitud, alegría y eficacia. Dice San Josemaría Escriva: “Tratemos de aprender, siguiendo su ejemplo en la obediencia de Dios, en esa delicada combinación de esclavitud y de señorío. En María no hay nada de aquella actitud de las vírgenes necias, que obedecen, pero alocadamente. Nuestra Señora oye con atención lo que Dios quiere, pondera lo que no entiende, pregunta lo que no sabe. Luego, se entrega toda al cumplimiento de la voluntad divina: he aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra (Lc 1, 38)”.
Que así sea.
In nomine Patris et Filii et Spiritus Sancti.
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