miércoles, 5 de enero de 2011

Amén (III).

El amén es perentorio, como una conclusión, como un tratado que se firma, como un proceso que se cierra, como un muerto que se entierra. El amén es breve como la verdad, que no es más que ella misma, y que jamás, sin embargo, se ha acabado de contar. El amén es franco, luminoso y decidido, y las potencias del engaño que hay en nosotros temen su ademán resuelto y las claridades que proyecta en todos los rincones. ¡Ah, si al menos se pudiese discutir con él! Acostumbrados desde hace mucho a los embrollos y a los manejos arteros, encontraríamos transacciones, y nuestra casuística nos proporcionaría soluciones acomodaticias. ¡Dominamos tan bien el arte de dar rodeos –rege quod est devium (endereza los torcido)- y nos gusta tan poco el someternos!
Pero con el amén cae toda resistencia, y cesamos de pertenecernos. Pronunciaré el modesto amén, humilde y eterno, como el Hijo de Dios, le repetiré con la turba anónima e invisible, que se asocia siempre a mi oración, y solamente la modulación podrá cambiar, permaneciendo siempre el mismo sentido. Desde el amán triunfal hasta el amén gemebundo con que se concluye el Pie Jesu, todos podrían nutrir mi oración cotidiana. No es menester más que esa palabrita para hacer brotar en mí las virtudes que me faltan.
El día de mi bautismo, después de haber dicho el In nomine Patris, en el nombre del Padre, el sacerdote, en la fórmula no añadió el amén. ¿No sería acaso para que yo mismo tuviese la ocasión de añadirlo? Para que toda mi vida sea como la respuesta completa y simple a la gracia que vino ya a mi encuentro antes que yo tuviese conciencia de existir, y que puede acabar en mí con todas las muertes.
Amén.
(R.P. Pedro Charles, s. j. La oración de todas las horas. 1957).

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