La diferencia entre las teofanías veterotestamentarias y la encarnación del Verbo, León Magno, Lettere dogmatiche, carta 31.
“No sirve de nada predicar que nuestro Señor Jesucristo, Hijo de María Virgen, es hombre verdadero y perfecto, si no se puede afirmar también que es precisamente del mismo linaje que el hombre, del que habla el Evangelio. En efecto, Mateo escribe: Libro de la generación de Jesucristo, hijo de David, hijo de Abraham (Mt 1, 1). El evangelista traza después el orden sucesivo del origen del árbol genealógico hasta José, que estaba desposado con la Madre del Señor. Lucas, en cambio, siguiendo otro criterio, en sentido ascendente –de abajo arriba-, se remonta hasta el inicio del género humano, de forma que resalte que el primer Adán y el último son de la misma naturaleza. En rigor, el omnipotente Hijo de Dios, a fin de educar y hacer santos a los hombres, habría podido aparecer en las mismas formas en que se presentó ya a los patriarcas y a los profetas en las simples apariencias humanas; por ejemplo, en la forma en que entabló la lucha con Jacob (Gn 32, 24), o bien cuando dialogó, o cuando no rehusó los deberes de la hospitalidad que se le dispensaba o también cuando tomó el alimento que se le ofrecía (Gn 18, 1-9). Mas tales encuentros con el hombre tenían la función de indicar algo mucho más grande: eran imágenes místicas de aquel hombre cuya realidad profunda tendía a indicar que él, el Señor, asumiría la misma naturaleza de los padres que lo habían precedido en el tiempo. Por eso el sacramento de nuestra reconciliación, ya dispuesto antes de los tiempos, no había sido aún realizado por ninguna figura tipológica, porque el Espíritu Santo no había descendido aún sobre la Virgen María para el poder del Altísimo la cubriese con su sombra, de forma que el Verbo se hiciese carne en el vientre inmaculado de María, pues sólo la Sabiduría divina se podía construir su casa. En esas condiciones se compaginaron indisolublemente la forma del esclavo y la forma de Dios hasta dar como resultado una única persona. Así, el Creador de los tiempos nacía en el tiempo; aquel mediante el cual fue hecha toda realidad creada, él mismo nacía entre las realidades creadas. Si el nuevo hombre, hecho a semejanza de la carne de pecado, no hubiese tomado sobre sí nuestra vejez y, consustancial como era con su Padre, no se hubiese dignado hacerse consustancial también con su madre y si, único entre los hombres, libre de todo pecado, no hubiese asumido nuestra naturaleza, todo el linaje humano se encontraría aún oprimido bajo el yugo diabólico; y no nos estaría permitido (si aquello no hubiese tenido lugar) tener a favor nuestro la victoria del que triunfó, si el conflicto hubiese sucedido fuera de nuestra criatura humana”.
“No sirve de nada predicar que nuestro Señor Jesucristo, Hijo de María Virgen, es hombre verdadero y perfecto, si no se puede afirmar también que es precisamente del mismo linaje que el hombre, del que habla el Evangelio. En efecto, Mateo escribe: Libro de la generación de Jesucristo, hijo de David, hijo de Abraham (Mt 1, 1). El evangelista traza después el orden sucesivo del origen del árbol genealógico hasta José, que estaba desposado con la Madre del Señor. Lucas, en cambio, siguiendo otro criterio, en sentido ascendente –de abajo arriba-, se remonta hasta el inicio del género humano, de forma que resalte que el primer Adán y el último son de la misma naturaleza. En rigor, el omnipotente Hijo de Dios, a fin de educar y hacer santos a los hombres, habría podido aparecer en las mismas formas en que se presentó ya a los patriarcas y a los profetas en las simples apariencias humanas; por ejemplo, en la forma en que entabló la lucha con Jacob (Gn 32, 24), o bien cuando dialogó, o cuando no rehusó los deberes de la hospitalidad que se le dispensaba o también cuando tomó el alimento que se le ofrecía (Gn 18, 1-9). Mas tales encuentros con el hombre tenían la función de indicar algo mucho más grande: eran imágenes místicas de aquel hombre cuya realidad profunda tendía a indicar que él, el Señor, asumiría la misma naturaleza de los padres que lo habían precedido en el tiempo. Por eso el sacramento de nuestra reconciliación, ya dispuesto antes de los tiempos, no había sido aún realizado por ninguna figura tipológica, porque el Espíritu Santo no había descendido aún sobre la Virgen María para el poder del Altísimo la cubriese con su sombra, de forma que el Verbo se hiciese carne en el vientre inmaculado de María, pues sólo la Sabiduría divina se podía construir su casa. En esas condiciones se compaginaron indisolublemente la forma del esclavo y la forma de Dios hasta dar como resultado una única persona. Así, el Creador de los tiempos nacía en el tiempo; aquel mediante el cual fue hecha toda realidad creada, él mismo nacía entre las realidades creadas. Si el nuevo hombre, hecho a semejanza de la carne de pecado, no hubiese tomado sobre sí nuestra vejez y, consustancial como era con su Padre, no se hubiese dignado hacerse consustancial también con su madre y si, único entre los hombres, libre de todo pecado, no hubiese asumido nuestra naturaleza, todo el linaje humano se encontraría aún oprimido bajo el yugo diabólico; y no nos estaría permitido (si aquello no hubiese tenido lugar) tener a favor nuestro la victoria del que triunfó, si el conflicto hubiese sucedido fuera de nuestra criatura humana”.
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