domingo, 19 de diciembre de 2010

Sermón del Cuarto Domingo de Adviento.

En el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo.
“Vox clamántis in desérto: Paráte viam Dómini: rectas fácite semitas ejus…” (“Voz del que clama en el desierto: Preparad el camino del Señor; enderezad sus senderos…”), se proclama en este último domingo de Adviento ad portas ya de la Navidad. Y nuevamente la figura de Juan el Bautista se nos hace presente. El lugar donde apareció él no fue ninguna ciudad, ni siquiera ningún país habitado, sino el desierto, las vastas praderas y estepas del bajo Jordán. Juan no abandonó nunca el desierto; antes bien atrajo las muchedumbres hacia el Jordán para recibir el bautismo de penitencia en preparación de la venida del Salvador. Siguiendo la inspiración de Dios, Juan se trasladó a la orilla del viejo Jordán, de tantas implicancias vivenciales para los hebreos, pues por el entraron en la tierra de promisión; por él fueron conducidos al cautiverio, y por el Jordán regresaron de él; y del Jordán debía venir también el Mesías prometido.
El fin de la misión del Precursor fue, como ya lo hemos recordado, preparar los caminos para la venida del Señor. Esta preparación debía hacerse principalmente por la predicación de la penitencia y de la fe en el Cristo. Juan el Bautista vivió en plenitud su vocación de ser el pregonero del Divino Redentor. Para ello centró su predicación en la llamada a la penitencia; al igual que el más severo de los profetas, vivió en la más extrema pobreza y mortificación. Y lo hizo, además, con su palabra: “Vox clamántis in desérto…”. Para despertar este espíritu de conversión y de penitencia en las muchedumbres que lo escuchaban, Juan lo simbolizó en una ceremonia extraordinaria: en el bautismo de agua, que se convirtió en el signo visible de su apostolado; por eso se le llamó también el Bautista.
Juan prepara también los caminos al Cristo, “paráte viam Dómini…”, predicando la fe en El, en su próxima llegada y en su gloria y magnificencia. La primera ocasión para esto se la dio a Juan la opinión del pueblo que le tomó a él por el mismo Mesías. Juan niega que sea él el Mesías, dando un testimonio al Cristo verdadero. Este testimonio tiene tres objetivos. Primeramente, la venida de Cristo. Cristo, el Mesías, está cerca. Seguidamente, el testimonio de Juan apunta a la grandeza y excelencias del Cristo. Juan dice que no puede compararse con El; en general, porque Jesús es más fuerte y más alto, tanto que él (Juan) no es digno de llevar sus sandalias, o, postrándose, de desatar la correa de sus zapatos; y, en especial, atestigua la mayor grandeza del apostolado y de la vocación de Cristo. Juan califica también esta vocación como administración de un bautismo, pero de un bautismo de naturaleza mucho más elevada; y en tercer lugar, Juan da testimonio de la relación del Cristo con el Antiguo Testamento, y de su naturaleza divina. Cristo es Juez, o, mejor aún, el Señor “de la era” (símbolo del reino de Dios, que no sólo abarca Israel, sino el universo entero), el trigo, es “suyo”; El lo purifica, y, como Juez, lo separa de la paja, la cual hace echar al “fuego inextinguible”. El es el mismo Dios, porque comunica el Espíritu Santo. Así preparaba Juan los caminos a Cristo.
La misma aparición de Juan era en sí una preparación al Cristo, porque en su persona, en su ministerio y en sus discípulos, vemos ya prefigurado al Cristo y todo el desarrollo del reino de Cristo. En Juan brilla la buena nueva y la sana orientación del Antiguo Testamento, en la severidad de sus virtudes, en su absoluto aislamiento, en el sentimiento de su propia insuficiencia, en sus anhelosos deseos hacia el Cristo cuyos caminos había de preparar. Pero también se manifiesta aquí la degeneración del mismo Antiguo Testamento. En los fariseos y saduceos se descubre el cáncer que lo corrompe, y en su pertinacia contra el Precursor y los profetas del Cristo, ya se adivina la tenaz oposición que debe conducir a la muerte al mismo Bautista y a Cristo, y conducirles a ellos a su propia ruina, como se lo profetiza el Bautista. También se descubren aquí importantes rasgos del ministerio y apostolado de Cristo. Ante todo es importante el testimonio de la llegada de Cristo y de su significación, de su dignidad de Mesías y de su divinidad. En segundo lugar, tenemos aquí la introducción del Bautismo que, si aun no es más que una figura, será luego el principal Sacramento de la Iglesia. La principal importancia del bautismo de Juan consiste en haber sido la figura del bautismo cristiano. Finalmente, la afectuosa acogida a los pecadores, a los publicanos y a los gentiles, constituye uno de los más notables y salientes rasgos de la semejanza entre Juan y Cristo; este rasgo de la fisonomía moral de Juan, es como una profecía de las futuras misericordias reservadas al mundo de los gentiles. Así iba cumpliéndose la palabra del ángel: Juan será grande ante el Señor, irá delante de El, para aparejarle un pueblo perfecto (“erit enim magnus coram Dómino”, “et ipse praecédet ante illum”, “paráre Dómino plebem perféctam” (Lc 1, 15. 17).
Queridos fieles, en vísperas de la Natividad del Señor, el Cristo, anunciado por Juan el Bautista, permítanme desearles a cada uno de ustedes y a sus familias, amigos y bienhechores, mucha paz y bien en el Señor Jesús que llega.
¡Que la Santísima Virgen, nuestra Buena Madre, nos enseñe a acoger de verdad a Quien predicó Juan el Bautista, preparando nuestra alma convenientemente y a no estar distraídos y dispersos cuando tenemos tan cerca a Jesús, el Señor. Amén!
En el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo.

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