miércoles, 29 de diciembre de 2010

Amén.

Expresión que no puede ser más breve ni más rica de significación. Puede significar alabanza, acto de fe en la palabra o en la acción divina, confirmación, aquiescencia. Al final de las oraciones pronunciadas sólo por el sacerdote, el Amén respondido por los fieles tiene el sentido de una aprobación, de un compromiso aceptado. Al final de una doxología, es como la prolongación de la expresión: in saecula saeculorum, la expresión de la alabanza que no acaba nunca.
Hace ya mucho tiempo que los hombres repiten esa breve palabra que nos viene de los antiguos patriarcas, esa palabrita que en los tiempos de la promesa los israelitas repitieron reiteradamente, esa palabra con la que Cristo comenzaba sus discursos decisivos, la palabra que se encuentra en los escritos de los apóstoles; la palabra que resonará en el cielo, resumiendo la adoración de los elegidos.
Yo no he reflexionado sobre ella; no he aprendido a amarla; ni he tratado de aplicarla como una lección a mis rebeldías, ni como un vendaje a mis heridas. No he pensado que venía de tan lejos, conducida por Dios, hacia mi oración; y bastaría con introducir en ella todos mis quereres para estar al resguardo de todo ataque enemigo, para librarme de la dispersión, del pesar y de la muerte.
Cuando el sacerdote dice la misa, lee en su misal oraciones latinas que los fieles no entienden, y el pequeño acólito, en nombre de todos los asistentes, responde con confianza: Amén, sí, así es, todo eso es lo que deseamos, eso es lo que pedimos. Lo aceptamos de antemano, todo lo ratificamos y queremos que Dios acepte los votos que ese sacerdote acaba de formular. Los espíritus paganos pueden sonreírse; de hecho nada hay tan hermoso como esa confianza absoluta en nuestra Madre la Iglesia. Los discípulos de Cristo están tan seguros de que el sacerdote no puede pedir para ellos más que cosas saludables, están tan acostumbrados a poner en manos del Padre celestial la preocupación por los resultados; han comprendido tan bien el significado del Sermón de la Montaña, y que Dios se ocupa de sus necesidades más que de alimentar a los pajarillos; tienen tan absoluta confianza en su Salvador, que basta un simple amén para expresar su docilidad confiada, y sancionar anticipadamente todo lo que la Sabiduría quiere para ellos.
Mi vida podría ser un amén continuado y total. La perfección no consiste en ser raro, sino en ser recto, y para ser recto, no hay que seguir con rigidez sus propias ideas, sino acomodarse a todos los deseos divinos, y no obrar más que para colaborar con el Maestro. –Unus est Magister vester (Uno solo es vuestro Maestro: Mt. 23, 8).
Un amén que nunca se rompa, como un hilo interminable que retorcido diez mil veces sobre sí mismo cruzado y recruzado, siempre flexible y fuerte, llega a convertirse en el maravilloso tejido de la túnica inconsútil –inconsutilis. Sin un nudo, ni resistencia, ni rigidez, pero tampoco con flojedad e inconsistencia, ni bruscas fantasías. No puede tejer con granos de arena, ni formar cordeles con agua.
¡Si tratase de encerrar toda mi vida en un amén!
(Fuente: La oración de las horas de Pedro Charles, s.j. (1957).

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