“Et péperit Filium suum primogénitum, et pannis eum invólvit, et reclinávit eum in praesépio: quia non erat eis locus in diversório…” (“Y dio a luz a su Hijo primogenito, y lo envolvió en pañales, y lo recostó en un pesebre; porque no quedaba lugar para ellos en el albergue…”). De este modo narra el Santo Evangelio de la Noche de Navidad el Nacimiento del Divino Redentor pobre y humilde en un pesebre de Belén. Si todos los nacimientos revisten importancia, ¡cuánta mayor importancia debe concederse al nacimiento y aparición del Redentor!
En el acontecimiento fundamental que celebramos hoy hay dos clases de caracteres que meditar: los externos y los internos. Entre los primeros, cabe consignar que apareció Cristo en el lugar y tiempo profetizados (Mich., V, 2), en el plazo prefijado en las semanas de Daniel (Dan., IX, 24 y sig) y en Bethlehem , la ciudad de David (Mich., V, I). Aparece, en segundo lugar, revestido de los más amables encantos: como un niño. El Divino Niño aparece inconsciente de nuestros pecados y de la suerte que éstos le preparan, y así nada se interpone entre El y nosotros que pueda disminuir nuestra feliz confianza. En tercer lugar, aparece el Salvador, pobre, humilde, abandonado. Su pobreza no puede ser mayor. Todo le falta: la comodidad, el gozo, los amigos, y hasta lo más indispensable. Es una pobreza voluntaria, pero parece hija de la fatalidad… Viene al mundo fuera de la ciudad, a medianoche, e ignorado de todos. ¡Cuán importante era aquel momento para Israel y para toda la humanidad, y hasta para la gloria y el conocimiento de Dios! Y todo permanece en el más absoluto silencio. Sólo María y José forman toda la corte humana del Divino Rey y Señor; y unos cuantos animales, el frío y las tinieblas, y la dura paja del pesebre forman todo su séquito…
Y a pesar de todo, la aparición de Cristo no deja de ser gloriosa, pues el Salvador hace su entrada en el mundo poniéndolo en movimiento; El es el centro de este movimiento y la persona de más influencia a pesar de la oscuridad y la soledad. Así el nacimiento del Salvador aparece rodeado de una nube preñada de tinieblas y de destellos de luz.
Si de la parte externa pasamos a los caracteres internos del Nacimiento de Jesús, entonces penetraremos en la vida interior del divino recién nacido. Aquí ya no hay que hablar para nada de debilidad ni de inconsciencia; no se encuentra más que fuerza y vida; vida magnífica, expansiva, divina. Esta mano diminuta es la diestra poderosa de Dios que lanza el rayo, sostiene el globo terrestre y maneja las riendas del gobierno del mundo y del cielo; este ligero soplo de su respiración es más fuerte que el oleaje del mar; estos labios que aún no balbucean, juzgan las almas en este mismo momento; y esta vista escudriña hasta el más recóndito rincón del universo; y de este pequeño corazón sube un constante sacrificio de olorosos perfumes para honra y gloria infinitas de Dios.
El Divino Niño toma posesión visible de esta tierra, en nombre de su Padre celestial a quien glorifica, para edificarse en ella una casa y fundar un reino en el cual su gloria no tendrá fin. Y luego, el Salvador vuelve los ojos a su Madre. Por primera vez sus ojos carnales ven la bella y amable fisonomía de María, y a esta vista, se dibuja en sus labios una graciosa sonrisa, extendiendo los brazos hacia ella con un grande amor filial. Seguidamente, los fija en su padre nutricio, San José y, a todos nosotros, nos dedica sus primeros pensamientos y afectos, pues ha venido al mundo como Hijo de Dios para salvarnos y revelarnos al Padre de los cielos. En efecto, El tenía también hermanos menores, no carnales, pero sí espirituales, y estos hermanos somos nosotros. A todos nosotros nos abrazó con el pensamiento en aquel precioso instante de su divino nacimiento. ¡Cuán querido debe sernos, entonces, el Nacimiento de Jesús, el Hijo de Dios hecho hombre, por esta última circunstancia!
Por eso que en esta noche santa, unimos nuestra alabanza a la milicia celestial, diciendo: “Glória in altíssimis Deo, et in terra pax homínibus bonae voluntátis” (¡”Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra paz a los hombres de buena voluntad!”).
En el acontecimiento fundamental que celebramos hoy hay dos clases de caracteres que meditar: los externos y los internos. Entre los primeros, cabe consignar que apareció Cristo en el lugar y tiempo profetizados (Mich., V, 2), en el plazo prefijado en las semanas de Daniel (Dan., IX, 24 y sig) y en Bethlehem , la ciudad de David (Mich., V, I). Aparece, en segundo lugar, revestido de los más amables encantos: como un niño. El Divino Niño aparece inconsciente de nuestros pecados y de la suerte que éstos le preparan, y así nada se interpone entre El y nosotros que pueda disminuir nuestra feliz confianza. En tercer lugar, aparece el Salvador, pobre, humilde, abandonado. Su pobreza no puede ser mayor. Todo le falta: la comodidad, el gozo, los amigos, y hasta lo más indispensable. Es una pobreza voluntaria, pero parece hija de la fatalidad… Viene al mundo fuera de la ciudad, a medianoche, e ignorado de todos. ¡Cuán importante era aquel momento para Israel y para toda la humanidad, y hasta para la gloria y el conocimiento de Dios! Y todo permanece en el más absoluto silencio. Sólo María y José forman toda la corte humana del Divino Rey y Señor; y unos cuantos animales, el frío y las tinieblas, y la dura paja del pesebre forman todo su séquito…
Y a pesar de todo, la aparición de Cristo no deja de ser gloriosa, pues el Salvador hace su entrada en el mundo poniéndolo en movimiento; El es el centro de este movimiento y la persona de más influencia a pesar de la oscuridad y la soledad. Así el nacimiento del Salvador aparece rodeado de una nube preñada de tinieblas y de destellos de luz.
Si de la parte externa pasamos a los caracteres internos del Nacimiento de Jesús, entonces penetraremos en la vida interior del divino recién nacido. Aquí ya no hay que hablar para nada de debilidad ni de inconsciencia; no se encuentra más que fuerza y vida; vida magnífica, expansiva, divina. Esta mano diminuta es la diestra poderosa de Dios que lanza el rayo, sostiene el globo terrestre y maneja las riendas del gobierno del mundo y del cielo; este ligero soplo de su respiración es más fuerte que el oleaje del mar; estos labios que aún no balbucean, juzgan las almas en este mismo momento; y esta vista escudriña hasta el más recóndito rincón del universo; y de este pequeño corazón sube un constante sacrificio de olorosos perfumes para honra y gloria infinitas de Dios.
El Divino Niño toma posesión visible de esta tierra, en nombre de su Padre celestial a quien glorifica, para edificarse en ella una casa y fundar un reino en el cual su gloria no tendrá fin. Y luego, el Salvador vuelve los ojos a su Madre. Por primera vez sus ojos carnales ven la bella y amable fisonomía de María, y a esta vista, se dibuja en sus labios una graciosa sonrisa, extendiendo los brazos hacia ella con un grande amor filial. Seguidamente, los fija en su padre nutricio, San José y, a todos nosotros, nos dedica sus primeros pensamientos y afectos, pues ha venido al mundo como Hijo de Dios para salvarnos y revelarnos al Padre de los cielos. En efecto, El tenía también hermanos menores, no carnales, pero sí espirituales, y estos hermanos somos nosotros. A todos nosotros nos abrazó con el pensamiento en aquel precioso instante de su divino nacimiento. ¡Cuán querido debe sernos, entonces, el Nacimiento de Jesús, el Hijo de Dios hecho hombre, por esta última circunstancia!
Por eso que en esta noche santa, unimos nuestra alabanza a la milicia celestial, diciendo: “Glória in altíssimis Deo, et in terra pax homínibus bonae voluntátis” (¡”Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra paz a los hombres de buena voluntad!”).
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¡Feliz Navidad a todos nuestros lectores y amigos de la Tradición católica!
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