lunes, 2 de febrero de 2009

Purificación de la Virgen Santísima y Presentación del Niño Jesús en el Templo.

“Postquam impléti sunt diez purgatiónis Mariae, secúndum legem Móysi, tulérunt Jesum in Jerúsalem ut sísterent eum Dómino, sicut scriptum est in lege Dómini… (“Cumplidos los días de la purificación de María, según la ley de Moisés, llevaron a Jesús a Jerusalén para presentarlo al Señor, como está escrito en la ley del Señor…”). Celebramos hoy la Purificación de la Sma. Virgen María, fiesta dedicada a Ella desde muy antiguo, y que ya en el siglo VII, ocupaba el segundo lugar después de la Asunción. Esta fiesta está indisolublemente unida a la Fiesta de la Presentación del Señor en el Templo.
Este misterio, en su relación con el Salvador, es una revelación altamente importante y esplendorosa; podría llamarse una revelación oficial, porque fue presagiada por los profetas. Fue además una consecuencia del cumplimiento de las leyes, de la obediencia y humildad del Salvador. Este entró en el Templo para honrar al Padre Celestial y ofrecérsele, y, en cambio, fue allí mismo donde El encontró su propio honor y glorificación. Es también este misterio el primer encuentro público y solemne del Cristo con Israel, todo el cual estaba representado en las personas que intervinieron en la presentación. En aquel encuentro, el pueblo de Israel estaba representado en Simeón y Ana. Ellos, tan justos como Zacarías e Isabel eran la personificación de la verdadera santidad del Antiguo Testamento, por su oración, penitencia y anhelos por el Mesías. Ellos esperaban ante todo a un Redentor de los pecados, y por lo tanto a un Salvador por el sufrimiento y por la muerte, a un signo de contradicción aun para su mismo pueblo. Saludan al Salvador con fe y santo regocijo, y con su profecía acerca de la caída de muchos en Israel, se distinguen de ellos, y con la profecía de la espada de dolor adquieren un puesto bajo la Cruz junto a la Madre de los dolores.
Una participación mucho más íntima en el misterio correspondió a María, quien no sólo estuvo presente, sino que llevaba en sus brazos al Divino Niño. Para la presentación y rescate del primogénito no era preciso que asistiese la madre, pero existía para ella la ley de la purificación, según la cual, para liberarse de la impureza legal, después de cuarenta días –o más, pero nunca menos- debía trasladarse al Templo y presentar dos ofrendas. Estas ofrendas también las trajo María, sin que estuviese al igual que el Redentor, obligada a tal prescripción legal; pero no dejó de presentarlas para honrar y dar gracias a Dios y para no dar escándalo; y además, porque así sacrificaba la apariencia y la gloria de su virginidad, y al mismo tiempo sacrificaba a su Hijo, cuya muerte, según las palabras de Simeón, no quedaba evitada sino tan sólo diferida. Finalmente, hizo María sus ofrendas con una devoción relativamente igual a la de su Hijo, porque no hay duda que una centella del amor divino que ardía en el corazón del Salvador se comunicó al corazón de su Madre, en el momento en que el sacerdote lo recibía y lo elevaba, uniéndose ella al acto de ofrecer tan preciosa ofrenda.
Por esta participación en el sacrificio de su Hijo fue también recompensada con una especial participación en la gloria de la revelación del Salvador. Este es el signo de la contradicción en el cual encuentra todo el mundo o la salvación o la ruina, pero no lo es solamente El, también María lo es.
Nuestra Buena Madre, en la fiesta de hoy, nos alienta a purificar nuestro corazón para que la ofrenda de todo nuestro ser sea agradable a Dios y sepamos descubrir a Cristo nuestra Luz. Virgo María, Mater admirábilis, ora pro nobis.

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