En cada altar ha de haber un Crucifijo que domine el altar, de suerte que el celebrante y los fieles lo vean fácilmente. El mundo cristiano adora a Jesucristo crucificado, al Buen Pastor que dio su vida por sus ovejas, y que eternamente reina desde la Cruz.
Los candeleros con velas de cera, que en los primeros siglos se colocaban en el suelo a ambos lados del altar, tienen actualmente su colocación en el altar mismo, a la derecha e izquierda del Crucifijo; generalmente su número es de seis.
Está prescrito que durante la celebración de la Santa Misa estén encendidos por lo menos dos cirios, que representan el Antiguo y el Nuevo Testamento. Cuando un simple presbítero celebra la Misa rezada sólo pueden encenderse dos cirios, excepto en la Misa de comunidad de las fiestas principales en que pueden encenderse cuatro. Si es un Obispo el celebrante pueden encenderse asimismo cuatro cirios.
En las Misas solemnes se encienden seis cirios, y si el Obispo diocesano celebra la Misa Pontifical, se enciende un séptimo cirio, que se coloca detrás del Crucifijo.
El uso de los cirios en la Santa Misa remonta a los orígenes de la Iglesia. En el siglo XI un autor explica su uso así: “No es para disipar las tinieblas de la noche, porque celebramos la Misa en el día, sino para honrar a Nuestro Señor Jesucristo, cuyo sacramento se realiza en el altar y sin el que estaríamos en las tinieblas de la noche”.
Constantemente, noche y día, ha de arder una lámpara delante del Santísimo Sacramento. Su uso data del siglo XIII: con motivo de que los herejes negaban la presencia real del Señor en la Santa Eucaristía, desde el siglo XVI se prescribió como obligatoria.
La lámpara del Santísimo debe cebarse con rico aceite de oliva; pero por razones justas, el Ordinario puede permitir el uso de otros aceites vegetales, de parafina y aún una ampolleta de luz eléctrica.
La lámpara del Santísimo, con su luz suave, misteriosa y viva, nos anuncia la presencia del Señor y nos invita a conservar nuestra fe viva y a consumirnos en el servicio y amor del Señor.
“Su llama, brillante, nos dice que Cristo brilla, triunfante, a la diestra del Padre; trémula e inquieta, nos hace pensar en esta palabra: “Yo vine a poner fuego a la tierra, y ¿qué quiero si no que arda?”
Los candeleros con velas de cera, que en los primeros siglos se colocaban en el suelo a ambos lados del altar, tienen actualmente su colocación en el altar mismo, a la derecha e izquierda del Crucifijo; generalmente su número es de seis.
Está prescrito que durante la celebración de la Santa Misa estén encendidos por lo menos dos cirios, que representan el Antiguo y el Nuevo Testamento. Cuando un simple presbítero celebra la Misa rezada sólo pueden encenderse dos cirios, excepto en la Misa de comunidad de las fiestas principales en que pueden encenderse cuatro. Si es un Obispo el celebrante pueden encenderse asimismo cuatro cirios.
En las Misas solemnes se encienden seis cirios, y si el Obispo diocesano celebra la Misa Pontifical, se enciende un séptimo cirio, que se coloca detrás del Crucifijo.
El uso de los cirios en la Santa Misa remonta a los orígenes de la Iglesia. En el siglo XI un autor explica su uso así: “No es para disipar las tinieblas de la noche, porque celebramos la Misa en el día, sino para honrar a Nuestro Señor Jesucristo, cuyo sacramento se realiza en el altar y sin el que estaríamos en las tinieblas de la noche”.
Constantemente, noche y día, ha de arder una lámpara delante del Santísimo Sacramento. Su uso data del siglo XIII: con motivo de que los herejes negaban la presencia real del Señor en la Santa Eucaristía, desde el siglo XVI se prescribió como obligatoria.
La lámpara del Santísimo debe cebarse con rico aceite de oliva; pero por razones justas, el Ordinario puede permitir el uso de otros aceites vegetales, de parafina y aún una ampolleta de luz eléctrica.
La lámpara del Santísimo, con su luz suave, misteriosa y viva, nos anuncia la presencia del Señor y nos invita a conservar nuestra fe viva y a consumirnos en el servicio y amor del Señor.
“Su llama, brillante, nos dice que Cristo brilla, triunfante, a la diestra del Padre; trémula e inquieta, nos hace pensar en esta palabra: “Yo vine a poner fuego a la tierra, y ¿qué quiero si no que arda?”
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