Temerosos los discípulos de que el sagrado cuerpo del Salvador sufriera nuevos ultrajes si permanecía por más tiempo en la cruz, solicitaron de Pilatos autorización para bajarlo del suplicio y darle la honrosa sepultura. Pilatos consintió sin dificultad en ello; Jesús fue desenclavado de la cruz por manos de sus discípulos.
En este instante redóblanse las penas de María. El mundo iba a devolver a sus brazos maternales los fríos despojos de su adorado Hijo; pero ¡ay! ¡en qué estado le devuelven los hombres a Aquél que ton tanto gozo concibiera en sus entrañas, afeado, denegrido, ensangrentado! Era el más hermoso entre todos los hijos de los hombres; mas ahora apenas conserva la figura de hombre. Recibe ¡oh María! el triste presente que te da el mundo en pago de los beneficios que ha recibido de tu mano...
María alza ansiosamente sus brazos para recibir al Hijo que hacía tanto tiempo que anhelaba estrechar contra su pecho. Toma en sus manos los clavos ensangrentados, los mira, los besa y los deja silenciosamente al pie de la cruz. Coloca sobre sus rodillas el cuerpo despedazado de Jesús; lo estrecha amorosamente en sus brazos; le quita las espinas de su cabeza, como si quisiera de este modo aliviar los pasados dolores de su hijo ya difunto; contempla, llena de espanto, las profundas heridas que las espinas, los clavos y la lanza le habían abierto en su frente, manos y costado. Mézclanse sus rubios cabellos con los ensangrentados de Jesús; empapa con sus lágrimas el exánime cadáver e imprime en él ósculos de amor y de ternura. “Hijo mío, exclama, ¿qué ola ha sido ésta que te ha arrebatado violentamente del seno de tu madre? ¿Qué mal has hecho a los hombres que te han puesto en tan lamentable estado? – Responde, hijo mío, responde por piedad. – Pero ¡ay!, muda está esa lengua que habló tantas maravillas; cárdenos esos labios que pronunciaron tantas palabras de vida, de amor y de consuelo; oscurecidos los ojos que con una sola mirada calmaban las tempestades; heridas las manos que dieran vista a los ciegos, oído a los sordos y vida a los muertos. ¿Qué haré yo sin ti? ¿Quién tendrá piedad de una madre desamparada? ¡Oh Belén! ¡Oh Nazaret! Apartaos de mi memoria, los goces que en días lejanos disfruté en vuestro seno se han convertido en espinas punzadoras…”
De esta suerte se lamentaría la dolorida Madre teniendo en sus brazos el cuerpo de Jesús. ¡Pobre Madre! Aún le quedaba que apurar otro no menos amargo trago. Los discípulos arrancan de los brazos de María el cuerpo de su hijo para conducirlo al sepulcro; y ella tiene el dolor de seguir hasta la tumba esos restos queridos, y después de acariciarlos por última vez, ve colocar sobre ellos una pesada loza. No hay nada más cruel para el corazón de una Madre que ver entregar a la tierra el fruto de sus entrañas. ¡Oh! Cuánto hubiera dado María por tener el consuelo de ser sepultada con Jesús en el sepulcro!...
En el corazón atribulado de María se levantaba un pensamiento que hacia aún más penoso su martirio. Ella veía, a través de los siglos venideros, que los padecimientos y la muerte de Jesús habían de ser ineficaces para un gran número, y que a pesar de los azotes, las espinas y la cruz, multitud de pecadores se habían de condenar. – No contristemos con nuestra ingratitud y con nuestros pecados el lacerado corazón de María, que bastante ha padecido ya por nosotros. Ella nos dice amorosamente desde el cielo: Pecadores, volved al corazón herido de mi Jesús.-Venid; contemplad las llagas que en él han abierto vuestros pecados; no renovéis esas llagas, mirad que renováis también mis dolores y que así demostráis sentimientos más crueles que los de los verdugos. Ellos no lo conocían; pero vosotros sabéis que es vuestro Dios, vuestro Redentor. Ellos obedecían las órdenes de tribunales inicuos, vosotros obedecéis a vuestras pasiones y a vuestros desordenados deseos. Ellos en fin, no habían recibido ningún beneficio de Jesús, pero vosotros habéis sido rescatados por su sangre.
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