No hace muchos años que un caballero residente en París, después de haber manifestado en su infancia disposiciones para la virtud, abandonó a los dieciocho años las prácticas religiosas y se dejó arrebatar por los tempestuosos halagos de las pasiones, en cuya triste vida se agitó, como una barca sin timón, durante veinte años. En el largo transcurso de ese tiempo, no entró jamás en un templo ni levantó hacia Dios un latido de su corazón. Esto no obstante, llevaba siempre consigo una medalla milagrosa, que conservaba, más como recuerdo de su madre, que como objeto de piedad. Algunas veces, tomándola en sus manos, había repetido la jaculatoria que llevaba al pie. ¡Oh María! ¡Concebida sin pecado, rogad por nosotros!... A menudo la conversión de grandes pecadores es debida a algún resto de devoción a María.
Este caballero tenía una hermana religiosa carmelita que no cesaba de rogar a la Santísima Virgen por su conversión. Esta Madre de misericordia, que tiene la llave del arca santa de las gracias divinas, oyó propicia las oraciones de la buena religiosa y resolvió llamar a la puerta del corazón del pecador. Una noche que salía de la casa de uno de sus amigos de impiedad, oyó una voz clara y distinta que le decía: - “Augusto, Augusto, la misericordia de Dios te espera”. El caballero miró a su alrededor para ver quien le hablaba, y no vio a nadie… la calle estaba solitaria y el silencio era absoluto. – “Esta voz, decía el narrando después de lo que le había acontecido, esta voz era positivamente la de mi hermana religiosa. En ese instante vino a mi mente el recuerdo de Dios y el horror de mi vida. Me pareció que mis pecados llenaban el platillo de la venganza divina y que no faltaba más que un grano de arena para colmar la medida y atraer sobre mí las venganzas del Cielo…”
Este nuevo Saulo, sorprendido por la voz de la gracia en el camino de la perdición, llegó a su casa profundamente preocupado de lo que acababa de sucederle. “Esto no es natural, decía para sí; aquí se oculta necesariamente un misterio”. Por espacio de ocho días la gracia luchó con este corazón obstinado.
El domingo siguiente por la tarde salió de su casa, más que nunca agitado por los contrarios pensamientos que batallaban en su alma; Dios y el mundo le solicitaban en opuestas direcciones. Así caminaba, abismado en estas ideas, cuando acertó a pasar por un templo en que se rezaba el Santo Rosario, ofreciendo cada decena por distintas clases de pecadores. El que llevaba el coro dijo al comenzar una decena: “Recemos esta decena por el pecador más próximo a su conversión”.
El caballero al oír esto, exclamó: - “Este pecador soy yo…” cayendo de rodillas y derramando lágrimas de arrepentimiento, prometió a Dios volver al seno de su amistad.
Al día siguiente se dirigía a un convento de trapenses para hacer allí, al amparo del silencio y del retiro, una prolija y fervorosa confesión.
Después de ocho días, dejó con pesar aquellos claustros silenciosos, asilo de la penitencia y santa morada de la paz. Volvió al mundo pero el recuerdo de la Trapa y de aquellos días venturosos no lo abandonaban un momento. – Dios me llama a la soledad, decía para sí… Este pensamiento, lejos de amedrentarle, calmaba las agitaciones de su espíritu y derramaba bálsamo dulce y suave en las heridas de su corazón. Un mes después tomaba nuevamente el camino de la Trapa; pero esta vez iba no ya a buscar la purificación en las aguas de la penitencia, sino en la santificación en las austeridades de la vida cenobítica. Allí vivió con la vida de los ángeles y murió con la muerte de los predestinados.
Si anhelamos la conversión de algún pecador cuyos extravíos nos sean particularmente dolorosos, pongamos su causa en manos de la que es fuente inagotable de misericordias y seguro Refugio de pecadores.
JACULATORIA
¡Oh corazón sin mancilla!
Sé nuestro amparo en la muerte
Y nuestro asilo en la vida.
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