martes, 20 de noviembre de 2012

Mes de María: Consagrado a honrar el dolor de María en la huida a Egipto.


Era la mitad de una apacible noche. José y María, rendidos por la fatiga del trabajo, dormían el dulce sueño de la inocencia y del deber cumplido. Repentinamente José despierta sobresaltado y se levanta de prisa: era que un ángel le acababa de dar la orden de emprender un viaje a Egipto para poner a salvo la vida del recién nacido amenazada por la saña de Herodes. María, sin desplegar sus labios, corre a la cuna de su Hijo, que dormía tranquilamente el sueño de los ángeles, fija sobre Él una mirada de angustia, lo envuelve cuidadosamente en sus pañales, lo carga amorosamente en sus brazos, lo cubre con un pobre manto y se aleja con paso presuroso de la tierra de sus antepasados par encaminarse al país del destierro.
Un silencio sepulcral dominaba en las calles: todos reposaban en el sosiego de sus abrigados albergues y nadie transitaba a lo largo de los solitarios caminos que conducían a Jerusalén. Entre tanto, una tierna doncella y un triste joven marchaba en silencio, temerosos hasta del ruido de sus propios pasos, a la luz de los suaves rayos de la luna que brillaba en un cielo sin nubes. “Erase todavía en la estación del invierno, dice San Buenaventura; y al atravesar la Palestina, la Santa Familia debió escoger los caminos más ásperos y solitarios. ¿Dónde se habrá alojado durante las noches? ¿Qué lugar habrá podido escoger durante el día para reponerse un poco de las fatigas del viaje? ¿Dónde habrá tomado la frugal comida que debía sostener sus fuerzas?”.
Caminos solitarios, senderos quebrados y peñascosos, colinas empinadas, bosques espesos, arsenales abrasados, desfiladeros peligrosos, sinuosidades en que los bandoleros espiaban al viajero, cavernas oscuras que servían de guarida a los malhechores; he ahí lo que debían atravesar los tristes desterrados de Israel. Pero no sólo era la naturaleza con sus desiertos sin sombra, sin agua y sin ruido, con sus altas montañas y tupidos bosques y solitarias hondonadas, lo que hacía en extremo penosa la marcha de los viajeros: eran el miedo, el frío, el hambre y la sed. Ellos debían ocultarse a las pesquisas de los espías de Herodes y alejarse de las poblaciones y seguir los senderos menos frecuentados. El frío entumecía sus miembros, porque no tenían ni un techo que los guareciera de las brisas húmedas de la noche, ni más lecho que las yerbas empapadas por el rocío, ni más abrigo que sus sencillos mantos. Sus provisiones eran escasas, y el hambre se dejo sentir más de una vez sin que encontraran, para satisfacerla, ni una fruta silvestre, ni un tallo de yerba. Al través de aquellos páramos abrasados por el sol, ni una fuente de agua les ofrecía sus corrientes cristalinas para humedecer sus fauces, secas por el cansancio, el calor y la fatiga, y ni siquiera un soplo de fresca brisa venía a templar el ardor de aquella temperatura de fuego.
Por fin, después de un viaje largo y penoso, llegaron a Egipto, la tierra de la proscripción, donde no encontraron ni un pariente, ni un amigo, ni una mano generosa que les prestase amparo. Era un país de idólatras y donde se miraba con desdén e indiferencia al extranjero. En su patria los santos Esposos habían llevado una vida humilde y laboriosa; pero jamás faltó el pan en su mesa. Mas ¡ay!, en el país del destierro sus privaciones eran continuas y un trabajo asiduo durante el día y una parte de las joches no era bastante a proveerlos de lo necesario. “Con frecuencia, dice un escritor, el niño Jesús acosado por el hambre, pidió pan a su madre, que no podía darle otra cosa que sus lágrimas…”
No dejemos perder ninguna de las saludables enseñanzas encerradas en este misterio de suprema angustia y de maravillosa resignación a la voluntad divina. La prudencia humana habría podido alegar mil especiosas excusas y oponer el decreto del ángel numerosos inconvenientes. Era de noche; convendría esperar la claridad de la aurora, los caminos estaban poblados de bandidos; carecían de todo recurso para emprender un largo viaje; iban a un país extraño, dejando patria, hogar, parientes, amigos. ¿No habría otro medio que ofreciera menos dificultades para salvar al niño? ¿Por qué se le exige tanto sacrificio?
He aquí lo que hubiera dictado la prudencia humana. Pero los santos Esposos ni siquiera preguntan al ángel si el cielo se encargaría de protegerlos durante tan larga jornada. Bástales saber que tales son los designios de Dios para inclinarse sumisos y adorar su voluntad, abandonándose sin reserva en los brazos de su providencia. Si María nos ofrece en el curso de su vida maravillosos ejemplos de perfecta sumisión a la voluntad de Dios, nunca brilló con luz con luz más viva esa virtud que en la huída a Egipto. ¿Adónde os encamináis ¡Oh doncella desvalida! con vuestro pequeño niño en medio de una noche fría y solitaria? Yo voy a Egipto, al país del destierro. Pero ¿quién os obliga a encaminaros al lugar del destierro y abandonar el suelo que os vio nacer, el techo que os guarece, los amigos, los parientes y cuanto ama vuestro corazón? La voluntad de Dios.-Pero ¿vuestra ausencia se prolongará mucho tiempo?-Tanto como Dios quiera.-¿Cuándo tornaréis a vuestros lares abandonados y volveréis a aspirar los aires de la patria?- Cuando Dios lo ordene; yo no tengo otra patria, ni otro gusto, ni otro deseo que el cumplimiento de la voluntad de Dios.
¡Ah! Y cuanto acusa nuestra conducta la resignación de María. Ella se abandona en los brazos de la providencia, porque sabía que Dios se encarga de proveer a nuestras necesidades y de darnos los medios de cumplir sus designios. Nosotros, al contrario, pretendemos conformar la voluntad de Dios a nuestros propios gustos y la contrariamos audazmente toda vez que así nos lo aconsejan las conveniencias terrenales. Dios no anhela otra cosa que nuestro bien, y cuando permite que seamos atribulados, es porque así conviene a los intereses de nuestra santificación. Sírvanos la conducta de María de saludable lección para que sepamos adorar en todo tiempo la voluntad Divina.
Tomado de METODO DE 1916 (VERGARA).

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