martes, 23 de agosto de 2011

La Iglesia es Apostólica.

Nuestro Señor funda su Iglesia sobre la debilidad –pero también sobre la debilidad- de unos hombres, los Apóstoles, a los que promete la asistencia constante del Espíritu Santo. Leamos el texto conocido, que es siempre nuevo y actual: a mí se me ha dado toda potestad en el Cielo y en la tierra; id, pues, e instruid a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándoles a observar todas las cosas que yo os he mandado. Y estad ciertos que yo estaré continuamente con vosotros hasta la consumación de los siglos.

La predicación del Evangelio no surge en Palestina por la iniciativa personal de unos cuantos fervorosos. ¿Qué podían hacer los Apóstoles? No contaban nada en su tiempo; no eran ni ricos ni cultos, ni héroes a lo humano. Jesús hecha sobre los hombros de este puñado de discípulos una tarea inmensa, divina. No me elegisteis vosotros a mí, sino que soy yo el que os ha elegido a vosotros, y os he destinado para que vayáis y deis fruto y vuestro fruto sea duradero, a fin de que cualquier cosa que pidiereis al Padre en mi nombre, os lo conceda.

A través de dos mil años de historia, en la Iglesia se conserva la sucesión apostólica. Los obispos, declara el Concilio de Trento, han sucedido en el lugar de los Apóstoles y están puestos, como dice el mismo Apóstol (Pablo), por el Espíritu Santo para regir la Iglesia de Dios (Act XX, 28). Y, entre los Apóstoles, el mismo Cristo hizo objeto a Simón de una elección especial: tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia. Yo he rezado por ti, añade también, para que tu fe no perezca; y tú, cuando te conviertas, confirma a tus hermanos.

Pedro se traslada a Roma y fija allí la sede del primado, del Vicario de Cristo. Por eso es en Roma donde mejor se advierte la sucesión apostólica, y por eso es llamada la sede apostólica por antonomasia. Ha proclamado el Concilio Vaticano I, con palabras de un Concilio anterior, el de Florencia, que todos los fieles de Cristo deben creer que la Santa Sede Apostólica y el Romano Pontífice poseen el primado sobre todo el orbe, y que el mismo Romano Pontífice es sucesor del bienaventurado Pedro, príncipe de los Apóstoles, y verdadero Vicario de Jesucristo, y cabeza de toda la Iglesia, y padre y maestro de todos los cristianos, y que a él le fue entregada por Nuestro Señor Jesucristo, en la persona del bienaventurado Pedro, plena potestad de apacentar, regir y gobernar a la Iglesia universal.

La suprema potestad del Romano Pontífice y su infalibilidad, cuando habla ex cathedra no son una invención humana: se basan en la explícita voluntad fundacional de Cristo. ¡Qué poco sentido tiene entonces enfrentar el gobierno del Papa con el de los obispos, o reducir la validez del Magisterio pontificio al consentimiento de los fieles! Nada más ajeno que el equilibrio de poderes; no nos sirven los esquemas humanos, por atractivos o funcionales que sean. Nadie en la Iglesia goza por sí mismo de potestad absoluta, en cuanto hombre; en la Iglesia no hay más jefe que Cristo; y Cristo ha querido constituir a un Vicario suyo –el Romano Pontífice- para su Esposa peregrina en esta tierra.

(San Josemaría Escrivá: Homilía de 4 de junio de 1972).

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