En la Edad Media se saludaba a la Virgen María con el título de rosa (Rosa mystica), símbolo de alegría. Se adornaban sus imágenes –como ahora- con una corona o ramo de rosas (en latín medieval Rosarium), expresión de las alabanzas que nacían de un corazón lleno de amor. Y quienes no podían recitar los ciento cincuenta salmos del Oficio divino lo sustituían por otras tantas Avemarías, sirviéndose para contarlas de granos enhebrados por decenas o nudos hechos en una cuerda. A la vez, se meditaba la vida de la Virgen y del Señor. Esta oración del Avemaría, recitada desde siempre en la Iglesia y recomendada frecuentemente por los Papas y Concilios en una forma más breve, adquiere más tarde su forma definitiva al añadírsele la petición por una buena muerte: ruega por nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte. En cada situación, ahora, y en el momento supremo de encontrarnos con el Señor. Se estructuran también los misterios, contemplándose así los hechos centrales de la vida de Jesús y de María, como un compendio del año litúrgico y de todo el Evangelio. También se fijó el rezo de las letanías, que son un canto lleno de amor, de alabanza a Nuestra Señora y de peticiones, y de manifestaciones de gozo y de alegría.
San Pío V atribuyó la victoria de Lepanto, el 7 de octubre de 1571 –con la cual desaparecieron graves amenazas para la fe de los cristianos- a la intercesión de la Santísima Virgen, invocada en Roma y en todo el orbe cristiano por medio del Santo Rosario, y quedó instituida la fiesta que celebramos hoy. Con este motivo, fue añadida a las letanías la invocación Auxilium christianorum. Desde entonces, esta devoción a la Virgen ha sido constantemente recomendada por los Romanos Pontífices como “plegaria pública y universal frente a las necesidades ordinarias y extraordinarias de la Iglesia santa, de las naciones y del mundo entero” (Beato Juan XXIII).
En este mes de octubre, que la Iglesia dedica a honrar a Nuestra Madre del Cielo especialmente a través de esta devoción mariana, hemos de pensar con qué amor lo rezamos, cómo contemplamos cada uno de sus misterios, si ponemos peticiones llenas de santa ambición, como aquellos cristianos que con su oración consiguieron de la Virgen esta victoria tan trascendental para toda la cristiandad. Ante tantas dificultades como a veces experimentamos, ante tanta ayuda como necesitamos en el apostolado, para sacar adelante a la familia y para acercarla más a Dios, en las batallas de nuestra vida interior, no podemos olvidar que, “como en otros tiempos, ha de ser hoy el Rosario arma poderosa, para vencer en nuestra lucha interior, y para ayudar a todas las almas” (San José María Escrivá).
(Fuente: Francisco Fernández Carvajal: Hablar con Dios).
San Pío V atribuyó la victoria de Lepanto, el 7 de octubre de 1571 –con la cual desaparecieron graves amenazas para la fe de los cristianos- a la intercesión de la Santísima Virgen, invocada en Roma y en todo el orbe cristiano por medio del Santo Rosario, y quedó instituida la fiesta que celebramos hoy. Con este motivo, fue añadida a las letanías la invocación Auxilium christianorum. Desde entonces, esta devoción a la Virgen ha sido constantemente recomendada por los Romanos Pontífices como “plegaria pública y universal frente a las necesidades ordinarias y extraordinarias de la Iglesia santa, de las naciones y del mundo entero” (Beato Juan XXIII).
En este mes de octubre, que la Iglesia dedica a honrar a Nuestra Madre del Cielo especialmente a través de esta devoción mariana, hemos de pensar con qué amor lo rezamos, cómo contemplamos cada uno de sus misterios, si ponemos peticiones llenas de santa ambición, como aquellos cristianos que con su oración consiguieron de la Virgen esta victoria tan trascendental para toda la cristiandad. Ante tantas dificultades como a veces experimentamos, ante tanta ayuda como necesitamos en el apostolado, para sacar adelante a la familia y para acercarla más a Dios, en las batallas de nuestra vida interior, no podemos olvidar que, “como en otros tiempos, ha de ser hoy el Rosario arma poderosa, para vencer en nuestra lucha interior, y para ayudar a todas las almas” (San José María Escrivá).
(Fuente: Francisco Fernández Carvajal: Hablar con Dios).
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