Sermón Domingo XXI después de Pentecostés.
*
*
En nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo
*
*
Queridos fieles:
En el trato con los demás, en el trabajo, en las relaciones sociales, en la convivencia de todos los días, es prácticamente inevitable que se produzcan roces. Es también posible que alguien nos ofenda, que se porte con nosotros de manera poco noble, que nos perjudique. Y esto, quizá, de forma un tanto habitual. ¿Sabemos disculpar en todas las ocasiones? ¿lo hacemos con prontitud?
En algún caso nos puede costar el perdón. En lo grande o en lo pequeño. El Señor lo sabe y nos anima a recurrir a El, que nos explicará cómo este perdón sin límite, compatible con la defensa justa cuando sea necesaria, tiene su origen en la humildad. Cuando acudimos a Jesús, El nos recuerda la parábola que narra el Evangelio de la Misa. Un rey quiso arreglar cuentas con sus siervos. Y le presentaron a uno que le debía diez mil talentos. ¡Una enormidad! Unos sesenta millones de denarios (un denario era el jornal de un trabajador de campo.
Cuando una persona es sincera consigo misma y con Dios no es difícil que se reconozca como aquel siervo que no tenía con qué pagar. No solamente porque todo lo que es y tiene a Dios se lo debe, sino también porque han sido muchas las ofensas perdonadas. Sólo nos queda una salida: acudir a la misericordia de Dios, para que haga con nosotros lo que hizo con aquel criado: compadecido de aquel siervo, le dejó libre y le perdonó la deuda.
Pero cuando este siervo encontró a uno de sus compañeros que le debía cien denarios, no supo perdonar ni esperar a que pudiera pagárselos, a pesar de que el compañero se lo pidió de todas las formas posibles. Entonces su señor lo mandó llamar y le dijo: Siervo malo, yo te he perdonado toda la deuda porque me lo has suplicado. ¿No debías tú también tener compasión de tu compañero, como yo la he tenido de ti?
La humildad de reconocer nuestras muchas deudas para con Dios nos ayuda a perdonar y a disculpar a los demás. Si miramos lo que nos ha perdonado el Señor, nos damos cuenta de que aquello que debemos perdonar a los demás –aun en los casos más graves- es poco: no llega a cien denarios. En comparación de los diez mil talentos nada es.
Nuestra postura ante los pequeños agravios ha de ser la de quitarles importancia (en realidad la mayoría de las veces no la tienen) y disculpar también con elegancia humana. Al perdonar y olvidar, somos nosotros quienes sacamos mayor ganancia. Nuestra vida se vuelve más alegre y serena, y no sufrimos por pequeñeces. “Verdaderamente la vida, de pos sí estrecha e insegura, a veces se vuelve difícil. Pero eso contribuirá ha hacerte más sobrenatural, a que veas la mano de Dios; y así serás más humano y comprensivo con los que te rodean” (San Josemaría Escrivá, Surco).
“Hemos de comprender a todos, hemos de convivir con todos, hemos de disculpara todos, hemos de perdonar a todos. No diremos que lo injusto es justo, que la ofensa a Dios no es ofensa a Dios, que lo malo es bueno. Pero, ante el mal, no contestaremos con otro mal, sino con la doctrina clara y con la acción buena: ahogando el mal en abundancia de bien (Cfr. Rom 12, 21)” (San Josemaría, Es Cristo que pasa). No cometeremos el error de aquel siervo mezquino que, habiéndosele perdonado a él tanto, no fue capaz de perdonar tan poco.
¡Cuántos errores cometemos en los pequeños roces de la convivencia diaria! Muchos de ellos se deben a que nos dejamos llevar por juicios o sospechas temerarias. Sólo es capaz de comprender quien es humilde. Si no, las faltas más pequeñas de los demás se ven aumentadas, y se tiende a disminuir y justificar las mayores faltas y errores propios. La soberbia es como esos espejos curvos que deforman la verdadera realidad de las cosas.
Quien es humilde es objetivo, y entonces puede vivir el respeto y la comprensión con los demás: surge fácil la disculpa para los defectos ajenos. Ante ellos, el humilde no se escandaliza.
La Virgen nos enseñará, si se lo pedimos , a saber disculpar –en Caná la Virgen no critica que se haya acabado el vino, sino que ayuda a solucionar su falta-, y a luchar en nuestra vida personal en esas mismas virtudes que, en ocasiones, nos puede parecer que faltan en los demás. Entonces estaremos en excelentes condiciones de poder prestarles nuestra ayuda.
Que así sea.
En el trato con los demás, en el trabajo, en las relaciones sociales, en la convivencia de todos los días, es prácticamente inevitable que se produzcan roces. Es también posible que alguien nos ofenda, que se porte con nosotros de manera poco noble, que nos perjudique. Y esto, quizá, de forma un tanto habitual. ¿Sabemos disculpar en todas las ocasiones? ¿lo hacemos con prontitud?
En algún caso nos puede costar el perdón. En lo grande o en lo pequeño. El Señor lo sabe y nos anima a recurrir a El, que nos explicará cómo este perdón sin límite, compatible con la defensa justa cuando sea necesaria, tiene su origen en la humildad. Cuando acudimos a Jesús, El nos recuerda la parábola que narra el Evangelio de la Misa. Un rey quiso arreglar cuentas con sus siervos. Y le presentaron a uno que le debía diez mil talentos. ¡Una enormidad! Unos sesenta millones de denarios (un denario era el jornal de un trabajador de campo.
Cuando una persona es sincera consigo misma y con Dios no es difícil que se reconozca como aquel siervo que no tenía con qué pagar. No solamente porque todo lo que es y tiene a Dios se lo debe, sino también porque han sido muchas las ofensas perdonadas. Sólo nos queda una salida: acudir a la misericordia de Dios, para que haga con nosotros lo que hizo con aquel criado: compadecido de aquel siervo, le dejó libre y le perdonó la deuda.
Pero cuando este siervo encontró a uno de sus compañeros que le debía cien denarios, no supo perdonar ni esperar a que pudiera pagárselos, a pesar de que el compañero se lo pidió de todas las formas posibles. Entonces su señor lo mandó llamar y le dijo: Siervo malo, yo te he perdonado toda la deuda porque me lo has suplicado. ¿No debías tú también tener compasión de tu compañero, como yo la he tenido de ti?
La humildad de reconocer nuestras muchas deudas para con Dios nos ayuda a perdonar y a disculpar a los demás. Si miramos lo que nos ha perdonado el Señor, nos damos cuenta de que aquello que debemos perdonar a los demás –aun en los casos más graves- es poco: no llega a cien denarios. En comparación de los diez mil talentos nada es.
Nuestra postura ante los pequeños agravios ha de ser la de quitarles importancia (en realidad la mayoría de las veces no la tienen) y disculpar también con elegancia humana. Al perdonar y olvidar, somos nosotros quienes sacamos mayor ganancia. Nuestra vida se vuelve más alegre y serena, y no sufrimos por pequeñeces. “Verdaderamente la vida, de pos sí estrecha e insegura, a veces se vuelve difícil. Pero eso contribuirá ha hacerte más sobrenatural, a que veas la mano de Dios; y así serás más humano y comprensivo con los que te rodean” (San Josemaría Escrivá, Surco).
“Hemos de comprender a todos, hemos de convivir con todos, hemos de disculpara todos, hemos de perdonar a todos. No diremos que lo injusto es justo, que la ofensa a Dios no es ofensa a Dios, que lo malo es bueno. Pero, ante el mal, no contestaremos con otro mal, sino con la doctrina clara y con la acción buena: ahogando el mal en abundancia de bien (Cfr. Rom 12, 21)” (San Josemaría, Es Cristo que pasa). No cometeremos el error de aquel siervo mezquino que, habiéndosele perdonado a él tanto, no fue capaz de perdonar tan poco.
¡Cuántos errores cometemos en los pequeños roces de la convivencia diaria! Muchos de ellos se deben a que nos dejamos llevar por juicios o sospechas temerarias. Sólo es capaz de comprender quien es humilde. Si no, las faltas más pequeñas de los demás se ven aumentadas, y se tiende a disminuir y justificar las mayores faltas y errores propios. La soberbia es como esos espejos curvos que deforman la verdadera realidad de las cosas.
Quien es humilde es objetivo, y entonces puede vivir el respeto y la comprensión con los demás: surge fácil la disculpa para los defectos ajenos. Ante ellos, el humilde no se escandaliza.
La Virgen nos enseñará, si se lo pedimos , a saber disculpar –en Caná la Virgen no critica que se haya acabado el vino, sino que ayuda a solucionar su falta-, y a luchar en nuestra vida personal en esas mismas virtudes que, en ocasiones, nos puede parecer que faltan en los demás. Entonces estaremos en excelentes condiciones de poder prestarles nuestra ayuda.
Que así sea.
1 comentario:
MI SEÑOR, GRACIAS POR LLEGAR A MIS HUMILDES PALABRAS DE ENCUENTRO CON LA HISTORIA.
DE CUANDO VOS DECIS, NOBLE CABALLERO, PUEDE TOMAR CUANTO DESEE, NO ESTA NADA PROHIBIDO EN ESTE SENCILLO ESPACIO. LAS FOTOS NO SON DE MI PROPIEDAS, PUES YO LAS TOMO PRESTADAS DE INTERNET.
GRACIAS POR SU VISITA Y SUS PALABRAS.
UN CORDIAL SALUDO . QUEDE CON DIOS....
Publicar un comentario