viernes, 17 de septiembre de 2010

Impresión de las Sagradas Llagas de San Francisco.

En 1224 ocurrió el hecho histórico de su estigmatización. El mayor y más admirable milagro de todos es el de las sagradas llagas que el Señor en el cuerpo de este gran prodigio celestial imprimió para que no solamente su purísima alma, sino también su cuerpo fuese un vivo y perfecto retrato de Jesucristo. (…) Dos años antes que muriese el santo padre, se recogió al monte de Alvernia, para darse más a la oración y ayunar como solía la cuaresma de San Miguel. Regalóle aquella vez el Señor, e ilustróle extraordinariamente, y revelóle que abriese el libro de los Evangelios; porque allí le diría lo que pensaba obrar en él y por él. En cumplimiento de lo que Dios le mandaba, hecha primero oración, tomó del altar el libro de los Evangelios, y díjole a su compañero que le abriese tres veces: abrióle, y todas las tres veces hallaron la historia de la Pasión del Señor (la de Mateo, la de Marcos y la de Juan). Luego entendió el santo que Dios quería que así como había imitado en sus acciones a Cristo nuestro Salvador en vida, así antes que muriese, se había de conformar con El en las aflicciones y dolores. Vino el día de la fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz, que es el 14 de septiembre; y estando orando aquella mañana al lado del monte, y con el corazón abrasado de amor de Dios y transportado en el Señor, vio que bajaba del cielo un serafín con seis alas encendidas y resplandecientes, con un vuelo muy ligero se ponía en el aire cerca de donde estaba, y entre las alas le apareció un hombre crucificado, clavadas las manos y los pies en la cruz. Las dos alas del serafín se levantaban sobre la cabeza del crucificado, las dos cubrían todo el cuerpo y las otras dos se extendían para volar. En esta visión se imprimieron en las manos, pies y costado del seráfico padre las llagas de la misma figura que él las había visto en aquel serafín. Quedaron unos como clavos de carne dura, cuyas cabezas eran redondas y negras, y en las manos se echaban de ver en las palmas y en los pies, por la parte alta del empeine: las puntas eran largas y excedían a la demás carne y estaban retorcidas y como redobladas con martillo: la llaga del costado derecho era como una cicatriz colorada, de la cual manaba muchas veces sangre que mojaba la túnica… (Así lo cuenta San Buenaventura).
La verdad histórica de esta estigmatización está probada por miles de testigos. Francisco intentó ocultar sus llagas y clavos de carne, pero hubo de enseñarlos a varios religiosos de su Orden, a algunos cardenales y al propio Papa, Alejandro IV, que, en un sermón en el que se encontraba San Buenaventura, confirmó que había visto y tocado cada una de las cinco heridas del cuerpo de Francisco. A su muerte, quiso quedar desnudo en el suelo a imitación de Cristo y así le contemplaron sus religiosos y constataron sus llagas. Después se llevó el cuerpo a San Damián, para devoción de Santa Clara y sus monjas que tuvieron ocasión de besar con veneración sus cinco heridas. Luego lo llevaron a la iglesia de San Gregorio, donde había aprendido sus primeras letras, y allí se puede decir que todos los habitantes de Asís, al enterarse que “el santo había muerto”, se acercaron para verle por última vez y observaron sus cinco llagas que estaban la descubierto.
A Francisco se le reveló el momento exacto de su muerte y por eso pidió que se le trasladase del convento de Fuen-Colomba, donde se hallaba postrado, “a una choza de la Porciúncula junto a Nuestra Señora de los Ángeles; y luego que llegó allí mandó que le quitasen la túnica y le tendiesen en el suelo para morir con la mayor pobreza, imitando a Jesucristo, que murió desnudo en el árbol de la Cruz. Luego exhortó a los que allí estaban, al amor de Dios, que guardasen exactamente la Regla, observando una perfecta pobreza y que profesasen una tierna devoción a María Santísima. Mandó después que le leyesen la Pasión de nuestro Redentor Jesucristo, y después comenzó el mismo a rezar con voz lánguida el Salmo 141; al llegar al último versículo: “Libra, Señor, mi alma de la prisión de este cuerpo para que confiese tu Santo Nombre”, expiró dulcemente…” (Croisset). Era la noche del 3 al 4 de octubre de 1226, precisamente la hora en la que le había sido revelado que moriría.
(Fuente: Francisco Ansón: Santos del siglo XIII y su época).

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