viernes, 24 de julio de 2009

El sacrificio de la Misa es el prodigio más asombroso de cuantos ha hecho la Omnipotencia divina.


“¿Te admirarás acaso de oírme decir que la Santa Misa es una obra asombrosa? ¡Ah! ¿Tan poca cosa es a tus ojos la maravilla que se verifica a la palabra de un simple sacerdote? ¿Qué lengua de hombres, ni aun de ángeles, podrá explicar jamás un poder tan ilimitado? ¿Quién hubiera podido concebir que la voz de un hombre, que ni aun puede sin algún esfuerzo levantar una paja, debería estar por gracia, dotada de una fuerza tan prodigiosa que obligase al Hijo de Dios a bajar del cielo a la tierra? Este es un poder mucho mayor que el de trasladar los montes de un lugar a otro, secar el Océano, o detener el curso de los astros. Este es un poder que de algún modo rivaliza con aquel primer Fiat, por medio del cual sacó Dios el mundo de la nada y que parece aventajar, en cierto sentido, al otro Fiat, por el cual la Santísima Virgen recibió en su seno al Verbo Eterno. Con efecto, la Santísima Virgen no hizo más que suministrar la materia para el Cuerpo del Salvador, que fue formado de sus substancia, es decir, de su preciosísima sangre, pero no por medio de Ella, ni de su operación; mientras que la voz del sacerdote, en cuanto obra como instrumento de Nuestro Señor Jesucristo, en el acto de la consagración reproduce de una manera admirable al Hombre-Dios, bajo las especies sacramentales, y esto tantas cuantas veces consagra.
“El Beato Juan el Bueno de Mantua con un milagro hizo conocer en cierto día esta verdad a un ermitaño, compañero suyo. No podía este comprender que la palabra del sacerdote fuese bastante poderosa para convertir la substancia del pan y del vino, en el Cuerpo y la Sangre de Nuestro Señor Jesucristo; y, lo que es aún más lamentable, cedió a las sugestiones del demonio. Tan pronto el venerable Siervo de Dios se apercibió del gravísimo error de su compañero, lo condujo cerca de una fuente, de la que sacó un poco de agua, que le hizo tomar. El ermitaño, después de haber bebido, declaró que jamás había gustado un vino tan delicado. Pues bien, le dijo entonces el Siervo de Dios, ¿véis lo que significa este prodigio? Si por mi mediación, y eso que no soy más que un miserable mortal, la virtud divina ha mudado el agua en vino, ¿con cuánta mayor razón debéis creer que por medio de las palabras del sacerdote, que son palabras del mismo Dios, el pan y el vino se convierten en el Cuerpo y Sangre de Nuestro Señor Jesucristo? ¿Quién, pues, se atreverá a fijar límites a la omnipotencia de Dios? Esto bastó para ilustrar a aquel afligido solitario, quien, alejando de repente todas las dudas que atormentaban su alma, hizo una austera penitencia de su pecado.
“Tengamos fe, pero fe viva, y confesaremos que son innumerables las maravillosas excelencias contenidas en este adorable Sacrificio”.
San Leonardo de Porto-Mauricio: El Tesoro escondido de la Santa Misa.

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