jueves, 18 de junio de 2009

La Oración, II.

“¿Qué es oración?
“Digamos que es una conversación del hijo de Dios con su Padre celestial. Notad las palabras “conversación del hijo de Dios”: las he puesto con toda idea. Se encuentran a veces hombres que no creen en la divinidad de Cristo, como ciertos deístas del siglo XVIII, como aquellos que en tiempos de la Revolución, establecieron el culto del Ser Supremo, e inventaron oraciones a la “Divinidad”: pensaron quizás deslumbrar a Dios con sus oraciones; pero todo era vano juego de un espíritu puramente humano, que Dios no podía aceptar.
“No es así nuestra oración. No es una conversación del hombre, simple criatura, con la divinidad, sino la conversación del hijo de Dios con su Padre celestial para adorarle, alabarle, manifestarle su amor, tratar de conocer su voluntad, y obtener de El la ayuda necesaria para cumplirla.
“En la oración nos presentamos a Dios en calidad de hijos, calidad que constituye esencialmente nuestra alma en el orden sobrenatural. Sin duda alguna, no debemos jamás olvidar nuestra condición de criaturas, es decir, nuestra nada; pero el punto de partida, o, por mejor decir, el terreno sobre el que debemos colocarnos es nuestras relaciones con Dios, es el terreno sobrenatural; en otros términos, es nuestra filiación divina, nuestra calidad de hijos de Dios por la gracia de Cristo, la que debe condicionar nuestra actitud fundamental, y, por decirlo así, servirnos de hilo conductor en la oración.
“Veamos cómo San Pablo aclara este punto: “No sabemos, dice, lo que debemos pedir a Dios en la oración según nuestras necesidades, pero el Espíritu Santo levanta nuestra flaqueza; El mismo ruega por nosotros con gemidos inenarrables”. Luego, dice San Pablo en el mismo lugar, este Espíritu que debe rogar por nosotros y en nosotros es “el Espíritu de adopción, que testifica que somos hijos de Dios y sus herederos, y que nos hace clamar a Dios: “Padre, Padre”. Este Espíritu nos fue dado después que, llegada la plenitud de los tiempos, nos envió Dios a su Hijo para concedernos la adopción de hijos”. Y porque la la gracia de Cristo nos hace sus hijos, “Dios envió también a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que nos autoriza a rogar a Dios como a un Padre: Quoniam estis filli, misit Deus Spiritum Filli in corda vestra. Y es que, en verdad, ya nos somos extranjeros, ni huéspedes de paso, sino miembros de la familia de Dios, de aquella mansión de la que Jesucristo es piedra angular”: Ipso summo angular lapide Christo Jesu.
“Así, pues, el Espíritu que recibimos en el bautismo, en el sacramento de nuestra adopción divina, es el que nos hace clamar a Dios: “Vos sois nuestros Padre” ¿Qué quiere decir esto sino que, como consecuencia de nuestra filiación divina, tenemos el derecho y el deber de presentarnos ante Dios como sus hijos?
“Escuchemos a Nuestro Señor mismo. El vino para ser la “luz del mundo” y sus palabras, “llenas de verdad”, nos indican “el camino”: Ego sum lux mundi, et via et veritas”.
Fuente: Dom Columba Marmión: Jesucristo, vida del alma, 1927.

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