La liturgia de este Domingo nos inculca sobre todo el perdón de las injurias, con la historia de David que sigue leyéndose en el Breviario, y un paso de las Epístolas del Apóstol S. Pedro, cuya fiesta cae en torno de este mismo Domingo.
Vencedor David del gigante Goliat fue vitoreado con entusiasmo por todo Israel, y por doquier se oía este grito: “¡Saúl ha muerto a mil, y David a diez mil!”
Con esto entró Saúl en celos, y la envidia carcomía su corazón, porque pensaba que iba a suplantarle en el trono de Israel. Y fue tal la melancolía y la saña que se apoderó de Saúl, que llegó a lanzar dos veces una saeta contra el cariñoso David, que le tañía el arpa por ver de calmarle y darle contento. Pero el dardo no le tocó, ni tampoco le hirieron en la guerra adonde le destinara el rey para exponerlo al peligro.
El genio malo de Saúl subió entonces de punto, y exasperado, entró cierto día en una caverna, tramando emboscada contra David. Éste, que se hallaba dentro de ella, pudo entonces matar a su injusto perseguidor.
Dijéronle sus compañeros: Es el rey; el Señor te lo entrega; éste es el momento de matarle con tu lanza.
Pero David respondió: Jamás pondré mi mano en el que ha recibido la unción sagrada; y se contentó con cortar parte del fleco del manto de Saúl, mostrándoselo después desde lejos. Saúl al ver rasgo tan generoso,
lloró, diciendo: “¡Hijo mío David, eres tú mejor que yo!”
Muerto Saúl en sangrienta refriega contra el Filisteo, no se alegró de ello David, antes mandó matar al infeliz Amalecita que, a ruegos del mismo rey, se había atrevido a acabar con su vida, y hasta cantó con amargas endechas su muerte, diciendo: “¡Montes de Gelboé! que ni rocío ni lluvia caigan más sobre vosotros... porque en vosotros cayeron los héroes de Israel: Saúl y Jonatás, amables en su vida, ni en la muerte se han separado”.
San Gregorio explica alegóricamente la maldición de David sobre el monte de Gelboé, y hasta llega a ver en Saúl, en el “Ungido del Señor”, una figura de Cristo, el verdadero Rey, el verdadero Ungido y Mediador entre Dios y los hombres (II Noct.). Pero lo que más nos importa es recoger esas grandes lecciones de caridad, tanto más de admirar cuanto que se nos dan antes del Evangelio, y sin haber tenido David, como los tenemos nosotros, ejemplos tan elocuentes del perdón generoso de las injurias, como no fuera el ejemplo del Patriarca José. Verdaderamente David podía decir en los Salmos:
“He devuelto bien por mal”, y en esto era figura viva de Cristo nuestro Señor, el cual disculpaba y oraba por sus mismos sayones que le clavaban al madero. También la Epístola y el Evangelio nos hablan del perdón de las injurias: “Vivid unidos de corazón en la oración, no devolviendo mal por mal, ni agravio por agravio.” (Epist.) Y es que, además, no acepta Dios ningún sacrificio mientras haya entre nosotros alguna rencilla contra el prójimo. Tanto vale la caridad, ese mandato único que Cristo vino atraer al mundo y que los compendia perfectamente a todos. Así resultó que David, ungido después rey de Israel por los ancianos del pueblo en Hebrón, tomó por asalto la ciudadela de Sión, que desde entonces fue su ciudad y en ella colocó el Arca de la Alianza (Com.), recompensa debida a su caridad.
El modo mejor de llegar a una caridad tan heroica como la de David, a esa fusión de corazones que tanto nos inculcan el Evangelio y la Epístola, será amar a Dios, y no desear sino los bienes eternos (Or.), y el morar en aquellos celestiales palacios,(Com.) en que sólo se entra mediante la práctica ininterrumpida de esta hermosísima virtud.
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