domingo, 13 de noviembre de 2011

XXII Domingo después de Pentecostés.

II clase, verde
Gloria, credo y prefacio de la Santísima Trinidad
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La indignación de Jesús ante los fariseos ha de ser para nosotros una lección. Jamás se ha censurado tan severamente la hipocresía. Siempre odiosa, lo es doblemente cuando con ella tratamos de sustraernos a los deberes para con Dios. Ocurre a veces que una excesiva preocupación por nuestros deberes para con los hombres deja muy a la sombra lo que debemos al que es nuestro Creador y soberano Señor. Meditemos bien las palabras de Cristo: "Dad al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios".
Es estos últimos domingos del año litúrgico evoca la Iglesia el día de Cristo, que será el del fin del mundo, cuando vuelva a juzgar. Nos invita a esperarle con confianza, no apoyándonos en nuestros méritos, pues el hombre ante Dios no es más que miseria, sino asiéndonos a la misericordia divina, y recordando que no cesa el Omnipotente de proseguir hasta su consumación la obra salvífica que ha comenzado en nosotros.

Interpretación de los textos de la misa en relación con las lecturas de Maitines. (No todos los años coincide). Lo que algunos han llamado rebelión de los Macabeos, es un testimonio magnífico del respeto debido a las cosas divinas, a la Ley de Dios, a su Culto, a su Templo. Dícennos los santos Libros que, viéndose apurado Judas y sabiendo que los romanos eran los amos del mundo, los llamó en su ayuda, llegando el Senado a firmar con el Macabeo un tratado de paz y de alianza, tratado que después fue renovado por Jonatás y luego por su hermano Simeón. Pero muy pronto la guerra civil vino a desgarrar a aquel reino ya medio deshecho, pues dos hermanos enemigos se disputaban la corona. Uno de ellos creyó conveniente llamar en su ayuda a los romanos, los cuales vinieron en efecto, apoderándose Pompeyo de Jerusalén el año 63, con lo cual Palestina vino a ser colonia romana, porque Roma jamás soltaba lo conquistado por sus armas. Con esto, el Senado romano nombró a Herodes rey de los judíos, y éste, más por bienquistarse a sus nuevos súbditos que por devoción, volvió a levantar por vez tercera el Templo de Jerusalén, el mismo en que había luego de entrar triunfalmente Jesús, nuestro divino Salvador. Desde entonces el pueblo judío hubo de pagar tributos a Roma. Así la escena evangélica de la misa enlaza perfectamente con lo anterior, y tuvo lugar en los últimos días de la vida de Jesús, confundiendo el Maestro a sus rabiosos émulos, que no esperaban había de responder con tanto acierto a su insidiosa pregunta de si había o no de pagarse tributo al emperador romano, su señor. Si Jesús respondía que si, se indisponía con el pueblo que llevaba mal resignado el yugo romano; si decía que no, caería sobre Él la furia del fisco. Pero Jesús, con su infinita sabiduría, sin contestar con una evasiva, supo dar la más atinada respuesta al capcioso dilema, trazándonos al propio tiempo un programa de nuestros deberes cívicos y religiosos, los cuales no pugnan entre sí. Al poder secular, que gobierna con la autoridad participada de la de Dios, los pueblos deben tributos metálicos, respeto y acatamiento a sus justas órdenes y leyes*. A Dios se le debe amor, servicio y adoración rendida de cuerpo y alma, se le debe de justicia el culto litúrgico. Nosotros somos la moneda que Dios troquela a su imagen; y Dios reclama esa moneda como el César la suya.
El Evangelio y la misma Epístola, estando ya pronto a expirar el año litúrgico, nos traen la memoria de los últimos días del mundo y de cada hombre, y el justo juicio de Dios en el día de Cristo Jesús (Ep.).
Pidámosle, pues, la perseverancia final en el bien, que es la gracia de las gracias. "Que nuestra caridad vaya en aumento, procurando llegar a la plenitud de Cristo, a que se verifique en nosotros el ideal, el cual consiste en que se forme en nosotros Cristo". Pongamos nuestra confianza en Jesús "para ese día tremendo en que los mismos cielos y tierra han de temblar", porque, "si Dios se fijase en nuestras iniquidades, ¿quién sería capaz de resistir su mirada?" (Int.). Pero Dios es el apoyo de los que en Él esperan (Alel.) y en el Dios de Israel se encuentra la miseri cordia (Int., Sec.), y la tendrá para con nosotros, si nosotros la tenemos con nuestros hermanos. En la hora del peligro acudamos al recurso magno de la oración, porque "si invocamos al Señor, Él nos oirá" (Com.). Teniendo en cuenta que la oración eminentemente social y fraternal que Dios escucha con preferencia es la oración litúrgica, la oración de la Iglesia, su Esposa. Por quererla tanto como la quiere, no puede resultar fallida, y la oye, como el rey Asuero oyó la de su esposa Ester cuando quiso salvar a su pueblo.
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