martes, 1 de noviembre de 2011

Adviento.

“Excita, quaesumus, Dómine, poténtiam team, et venit…” (“Demuestra, Señor, tu poder y ven…”), reza el sacerdote en la oración colecta de este Primer Domingo de Adviento, pues toda la Misa de este día nos dispone a este advenimiento de misericordia y de justicia.
En el tiempo de Adviento la liturgia cotidiana nos irá recordando la necesidad imperiosa que tenemos de preparar nuestra alma para ir al encuentro del Señor en la celebración de la Navidad, y para que, además, “con el recuerdo de la primera venida de Dios hecho hombre al mundo, estemos atentos a esas otras venidas de Dios, al final de la vida de cada uno y al final de los tiempos. Por eso, el Adviento es tiempo de preparación y esperanza”.
Adviento es un tiempo propicio para nuestra propia conversión y la de los demás, es un tiempo de penitencia, para que con el auxilio del Señor nos vayamos despojando de todos aquellos lastres que nos impiden acercarnos al pesebre de Belén; adviento es un tiempo para que vayamos apartando los obstáculos que enturbian nuestra mirada y nos incapacitan ver la luz que emana de la cuna del Niño Dios. Por eso, San Josemaría decía que era necesario echarse el colirio espiritual en nuestros ojos para ver al Señor que viene. El mismo San Josemaría exhortaba en uno de sus sermones: “Señor, indícame tus caminos, enséñame tus sendas. Pedimos al Señor que nos guíe, que nos muestre sus pisadas, para que podamos dirigirnos a la plenitud de sus mandamientos, que es la caridad”.
Adviento es, además, un tiempo de oración, pues al Señor se le encuentra en el trato amoroso con El; nuestro anhelo más profundo debe ser alma de oración para estar continuamente con el Señor Jesús. El Adviento debe llevarnos a descubrir que “en los ratos dedicados expresamente a ese coloquio con el Señor, el corazón se explaya, la voluntad se fortalece, la inteligencia –ayudada por la gracia- penetra, de realidades sobrenaturales, las realidades humanas”.
Adviento es un tiempo litúrgico en que se nos llama a estar despiertos, con ánimo, con nuevos bríos y con un espíritu nuevo; por eso, el apóstol San Pablo nos advierte en la epístola de la Misa: “Abjiciámus ergo opera tenebrárum, et induámur arma lucis” (Desechemos, pues, las obras de las tinieblas, y vistámonos de las armas de la luz)”. El Adviento como la hora del despertar para vestirnos de las armas de la luz, nos lleva a desear la santidad de vida y a apartarnos de todas aquellas obras que son propias de los hijos de las tinieblas, de aquellos que aborrecen de la única Luz verdadera, Nuestro Señor Jesucristo, nacido pobre y humilde en Belén del seno purísimo de María Santísima.
“Hermanos –nos dice San Bernardo-, a vosotros, como a los niños, Dios revela lo que ha ocultado a los sabios y entendidos: los auténticos caminos de la salvación. Meditad en ellos con suma atención. Profundizad en el sentido de este Adviento. Y, sobre todo, fijaos quién es el que viene, de dónde viene y a dónde viene; para qué, cuándo y por dónde viene. Tal curiosidad es buena. La Iglesia universal no celebraría con tanta devoción este Adviento si no contuviera algún gran misterio”.“…et leváte cápita vestra: quóniam appropínquat redéptio vestra” (…”y levantad vuestras cabezas porque se acerca vuestra redención”), nos dice el Divino Maestro en el Evangelio de hoy. Pidámosle a Nuestra Señora del Adviento, Santa María, que nos ayude a disponer nuestra alma para que la llegada del Señor no nos encuentre dispersos en otras cosas, que tienen poca o nada importancia ante Jesús.

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