La noticia de la resurrección de Jesús se difundió rápidamente por toda la ciudad. Muchos peregrinos, que habían llegado a Jerusalén con motivo de la Pascua, se habían puesto ya en camino; otros permanecían en la ciudad con asuntos diversos. En todos, una conversación predominaba sobre las demás: las noticias sobre la resurrección de Jesús, que muchos habían visto morir crucificado en el Calvario.
Los apóstoles se encontraban reunidos en el cenáculo con las puertas bien cerradas, por miedo a los judíos. Este temor era compatible con la gran alegría que se respiraba por todas partes. Algunos de los presentes ya creían, otros estaban dudosos, pero muy esperanzados. La resurrección de Jesús era el tema de todas las conversaciones en un día lleno de emociones.
Llegaron los de Emaús y comenzaron a explicar lo que les había sucedido en el camino. Estaban aún hablando cuando Jesús se puso en medio de todos y los saludó: Paz a vosotros. Todos se quedaron pasmados. La idea de la resurrección, a pesar de todo, no había penetrado por completo en el corazón de algunos. Los discípulos estaban tan admirados y sorprendidos al verle allí en medio de ellos que no acababan de creer por la alegría, escribe San Lucas. Tan extraordinario es lo que está sucediendo que no dan crédito a sus ojos. Ven allí al Jesús amigo, al que habían seguido desde Galilea, que les mostraba las llagas producidas por la crucifixión. Soy yo mismo, el de siempre, les repetía Jesús. Palpadme, no soy un espíritu… Soy yo, vuestro Maestro…
Era el Señor; pero con el cuerpo ya glorificado. Ahora tenía la plenitud de la vida humana, y su cuerpo estaba liberado de las limitaciones del espacio y del tiempo, por eso pudo entrar en la casa estando cerradas las puertas. No está sometido a las leyes físicas. Pero, a la vez, es un cuerpo humano que puede ser visto y palpado, que podía ser identificado por varios sentidos a la vez: la vista, el tacto, el oído…
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San Juan dice: les mostró las manos y el costado. La lanzada la tenía el evangelista metida en su propio corazón.
Jesús quiso conservar en su cuerpo glorioso estas señales de su Pasión, como muestra de su amor y de su continua intercesión por nosotros. Para los cristianos, esas heridas tiene un significado profundo, pues cada una verdaderamente “limpia, sana, aquieta, fortalece y enciende y enamora” (San Josemaría) En ellas podemos nosotros buscar refugio en los tiempos difíciles, como lo hicieron los santos. “Acudiremos como las palomas que, al decir de la Escritura, se cobijan en los agujeros de las rocas a la hora de la tempestad. Nos ocultamos en ese refugio, para hallar la intimidad de Cristo: y veremos que su modo de conversar es apacible y su rostro hermoso” (Amigos de Dios).
En el corazón sacratísimo de Jesús se encuentran todas las riquezas que podamos desear. En él queremos penetrar nosotros, y “la puerta es el costado abierto por la lanza. Aquí está escondido el tesoro inefable de la caridad; aquí se encuentra la verdadera devoción, se obtiene la gracia del arrepentimiento, se aprende la mansedumbre y la paciencia en las adversidades, la compasión con los afligidos; y, sobre todo, aquí tenemos por fin un corazón contrito y humillado” (San Buenaventura), capaz de amar y de entregarse.
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Miramos a Jesús despacio, y en la intimidad de nuestro corazón le pedimos:
¡Oh buen Jesús!, óyeme
Dentro de tus Llagas, escóndeme…
Francisco Fernández Carvajal: Como quieras Tú. Cuarenta meditaciones sobre la Pasión del Señor. Madrid. Ediciones Palabra. 1999.
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