jueves, 22 de abril de 2010

De la enseñanza de Benedicto XVI (II).

“(…) hay a este propósito una bella sentencia en la exposición del Padrenuestro que hace san Cipriano: “La palabra y la actitud orante requieren una disciplina que requiere la paz y la reverencia. Recordemos que estamos a la vista de Dios. Debemos ser gratos a los ojos divinos incluso en la postura del cuerpo y en la emisión de la voz. La desvergüenza se expresa en el grito estridente; el respetuoso tiende a rezar con palabra tímida… Cuando nos reunimos con los hermanos y celebramos con el sacerdote de Dios el sacrificio divino, no podemos azotar el aire con voces amorfas ni lanzar a Dios con la incontinencia verbal nuestra peticiones, que deben ir recomendadas por la humildad, porque Dios… no necesita ser despertado a gritos…” (Te cantaré en la presencia de los ángeles, 2005 ).
“(…) la preparación de las ofrendas se presenta, a veces, como un momento de silencio. (…) no se concibe como una acción exterior necesaria, sino como un proceso esencialmente interior, cuando se hace patente que el verdadero don del “sacrificio conforme a la Palabra” somos nosotros (…), o hemos de llegar a serlo con nuestra participación en el acto con el que Jesucristo se ofrece a sí mismo al Padre (…). De este modo, este silencio no es una simple espera hasta que se lleve a cabo un acto exterior, sino que el proceso exterior se corresponde con un proceso interior: la preparación de nosotros mismos; (…) nos presentamos al Señor; le pedimos que nos prepare para la transformación. El silencio común es, por tanto, oración común, incluso acción común (…)” (El espíritu de la liturgia, 2001 ).
“/”Orad hermanos para que este sacrificio mío y vuestro…”/ (…) nosotros tenemos que pedir para que se convierta en nuestro sacrificio, porque nosotros mismos, somos transformados en el Logos y nos convertimos, de esta manera, en el verdadero cuerpo de Cristo: de eso se trata. Y esto es lo que hay que pedir en la oración. Esta misma oración es un camino, es caminar nuestra existencia hacia la Encarnación y la resurrección” (El espíritu de la liturgia, 2001 ).
“El que se une al Señor es un espíritu con El”. Se trata de superar, en última instancia, la diferencia entre la actio de Cristo y la nuestra, de modo que exista únicamente una acción, que sea, al mismo tiempo, suya y nuestra –nuestra en el sentido de que nos hemos convertido en un “cuerpo y en un espíritu con El”-. La singularidad de la liturgia eucarística consiste, precisamente, en el hecho de que es Dios mismo el que actúa, y que nosotros nos sentimos atraídos hacia esa acción de Dios. Frente a esto, todo lo demás es secundario” (El espíritu de la liturgia, 2001).
(Las cursivas son nuestras).

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