jueves, 1 de enero de 2015

La circuncisión del Señor.

Semejante al sol cuando reanuda su carrera anual, Cristo, Sol de justicia, brota del seno virginal de María, templo vivo de Dios, y se lanza a un periplo de luz a lo largo de las fiestas de la Iglesia.
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Octava de la Natividad de Nuestro Señor (I clase, blanco) Gloria y Credo. Prefacio y Comunicantes de Navidad.
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Según el calendario litúrgico tradicional, hoy la Iglesia celebra tres fiestas reunidas.
La primera es la que designan los sacramentarios romanos con el título de octava del Señor; de hecho, la misa es casi de octava, ya que toma muchos textos de las de Natividad. Una segunda misa se celebraba antiguamente en Santa María la Antigua, en el foro, cuya dedicación probablemente era hoy. Un vestigio de ella subsiste en las oraciones de la misa. Estas cantan la maternidad de María y son en extremo bellas. La tercera fiesta es la de la Circuncisión, cuya celebración se remonta al siglo VI. Ocho días después de su nacimiento se somete a Cristo, como todos los judíos, a este rito impuesto por Dios a Abraham como sello de su fe, y recibe al mismo tiempo el nombre de Jesús. En torno a ella haremos esta meditación en el primer día del Año del Señor 2010.
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Leemos en el Santo Evangelio: “In illo témpore: Postquam consummáti sunt dies octo ut circumciderétur puer: vocátum est nomen ejus Jesus, quod vocátum est ab Angelo priúsquam in útero conciperétur” (“En aquel tiempo: Llegado el día octavo en que debía ser circuncidado el niño, le fue puesto por nombre Jesús, nombre que le puso el Ángel antes que fuese concebido en el seno maternal”, Lc. 2, 21). La importancia capital de este rito consistía sobre todo en ser el signo de la alianza y de la incorporación a la religión judía, y de la separación de los demás pueblos. En consecuencia, significaba también la aceptación de la Ley y de las obligaciones en ella consignadas y de la maldición en caso de transgresión, así como también de la participación en las bendiciones y promesas, principalmente en la promesa de la numerosa descendencia y del Mesías. Finalmente, la circuncisión era un signo de la pecabilidad y de la necesidad de la mortificación o circuncisión del corazón. En la circuncisión recibía el niño su nombre e inauguraba su vida de sociedad y tenía personalidad completa en el orden civil y religioso. Era, pues, la circuncisión, algo así como nuestro bautismo, que no sólo es la liberación del pecado original, sino también la entrada en la Iglesia, la incorporación a la misma con la aceptación de las obligaciones que imponen su fe y su moral. Por esto la llama San Pablo una figura del bautismo.
Cristo estaba en sí y por sí exento de la ley de la circuncisión. Como Hombre-Dios no estaba sujeto a las leyes humanas y, en general, a las leyes positivas. El Hombre-Dios era legislador y jefe del Antiguo Testamento, y por consiguiente no estaba obligado a sus propias leyes, como, en efecto, El mismo reivindicó más tarde y con frecuencia esta exención. Sujetóse, pues, esta vez a la ley, tan sólo porque quiso. En primer lugar, porque quiso el Salvador dar así otra prueba de la verdad de su naturaleza humana, y de que quería ser como uno de nosotros. El toma una naturaleza humana, una patria, una nacionalidad… El, el Creador de los hombres y las naciones, el Innombrable y el Inefable. Igualmente, quería demostrar, en el estricto sentido de la como un descendiente de Abraham, quien recibió la circuncisión como signo de alianza y de fe. En segundo lugar, dejó el Señor que lo circuncidaran para honrar la antigua Ley, que era Ley divina y el camino hacia Cristo. El quiso aceptar la circuncisión para cumplir, consumar la Ley en el sentido más alto de la palabra. Por esto derrama hoy su Sangre por primera vez y se ofrece en holocausto, y estas primeras gotitas de su Sangre preciosa no son más que el preludio del drama de la Cruz en la cual ha de ofrecer e inmolar toda su vida y derramar toda su sangre. Esta severa y trascendental significación tiene para el Salvador la circuncisión. Esta sangre es como aurora siniestra en el cielo de su infancia, es un presagio de huracanes y tormentas. En tercer lugar, quiso el Salvador animarnos a emplear todos los medios que Dios en su bondad nos prescribe y da para combatir el pecado; a ejercer la obediencia y la penitencia, y a practicar la mortificación por medio de la verdadera circuncisión del corazón, evitando todo escándalo. Finalmente, por medio de la circuncisión quiso el Salvador ganarse el nombre de Jesús y su gloria. Esta gloria del nombre de Jesús consiste primeramente en su origen, que fue Dios mismo quien lo comunicó a María y a José, quien, como padre legal, lo dio al Salvador. Consiste, además, en su significación, que no es otra que “Dios es salvación, Salvador” y, por consiguiente, expresa, perfecta y enérgicamente, tanto la naturaleza y esencia, como también la misión del Hombre-Dios.
De lo expuesto, síguese, como conclusión de esta meditación que debemos amar al Divino Salvador, que quiso ser como uno de nosotros, que eligió profesar oficialmente una religión determinada, sometiéndose a sus prescripciones, y quiso revestir realmente la figura de siervo y tomar un nombre que lo es todo para nosotros. Honremos el nombre Jesús, invoquémoslo y glorifiquémoslo. ¡Que la Buena Madre nos enseñe a amar a su Hijo Jesús! Amén.

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