San Agustín, Obispo, Confesor y Doctor.
Por habituado que uno esté al vicio y al error, siempre encontrará la verdad si la busca de buena fe.
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“Adésto suplicatiónibus nostris, omnípotens Deus:et, quibus fidúciam sperándae pietátis indúlges, intercedénte beáto Augustíno, Confessóre tuo atque Pontífice, consuétae misericórdiae tríbue benígnus efféctum. Per Dóminum”. (Atiende a nuestras súplicas, oh Dios todopoderoso; y pues nos concedes esperar confiados en tu bondad, por la intercesión de S. Agustín, tu Confesor y Pontífice, danos benigno el efecto de tu acostumbrada misericordia. Por nuestro Señor Jesucristo).
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“San Agustín había sido educado cristianamente por su madre, Santa Mónica. Como consecuencia de este desvelo materno, aunque hubo unos años en que estuvo lejos de la verdadera doctrina, siempre mantuvo el recuerdo de Cristo, cuyo nombre “había bebido”, dice él, “con la leche materna”. Cuando al cabo de los años, vuelva a la fe católica afirmará que regresaba “a la religión que me había sido imbuida desde niño y que había penetrado hasta la médula de mi ser”. Esa educación primera ha sido, en innumerables casos, el fundamento firme de la fe, a la que muchos han vuelto después de una vida quizá muy alejada del Señor.
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“El amor a la verdad que siempre estuvo en el alma de Agustín, y especialmente el leer algunos libros de los clásicos, no le libró de caer en errores graves y en llevar una vida moral lejos de Dios. Sus errores consistieron principalmente “en el planteamiento equivocado de las relaciones entre la razón y la fe, como si hubiera que escoger necesariamente entre una y otra; en el presunto contraste entre Cristo y la Iglesia, con la consiguiente persuasión de que para adherirse plenamente a Cristo hubiera que abandonar la Iglesia; y en el deseo de verse libre de la conciencia de pecado no mediante su remisión por obra de la gracia, sino mediante la negación de la responsabilidad humana del pecado mismo”.
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“Después de años de buscar la verdad sin encontrarla, con la ayuda de la gracia que su madre imploró constantemente llegó al convencimiento de que sólo en la Iglesia católica encontraría la verdad y la paz para su alma. Comprendió que fe y razón están destinadas a ayudarse mutuamente para conducir al hombre al conocimiento de la verdad, y que cada una tiene su propio campo. Llegó al convencimiento de que la fe, para estar segura, requiere la autoridad divina de Cristo que se encuentra en las Sagradas Escrituras, garantizadas por la Iglesia.
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“Nosotros también recibimos muchas luces en la inteligencia para ver claro, para conocer con profundidad la doctrina revelada, y abundantes ayudas en la voluntad para mantener en nuestra alma un estado de continua conversión, para estar cada día un poco más cerca del Señor, pues “para un hijo de Dios, cada jornada ha de ser ocasión de renovarse, con la seguridad de que, ayudado por la gracia, llegará al fin del camino que es el Amor.
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“Por eso, si comienzas y recomienzas, vas bien. Si tienes moral de victoria, si luchas, con el auxilio de Dios, ¡vencerás! ¡No hay dificultad que no puedas superar!”. El Señor nunca niega su ayuda. Y si tuviéramos la desgracia de separarnos de Él gravemente, nos esperará cada instante como el padre del hijo pródigo, como aguardó durante tantos años la vuelta de San Agustín”.
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De: Francisco Fernández Carvajal: Hablar con Dios, Tomo 7, Madrid: Ediciones Palabra, 1987.
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