domingo, 22 de enero de 2012

III Domingo después de Epifanía.

Los dos milagros de que el Evangelio nos habla, y de que la Epístola se hace eco fiel, los trae San Mateo al empezar el Sermón de la Montaña "…que dejó maravilladas a las turbas". Estas confiesan que una doctrina como la de Jesús no puede menos de venir de Dios. Había ya causado gran admiración en la sinagoga de Nazarét (Comunión).
Una sola palabra de Jesús limpia al leproso cuya curación será comprobada oficialmente por los sacerdotes "para servirles de testimonio de la divinidad de Cristo" (Evangelio).
También el Centurión afirma la divinidad de Cristo con sus palabras humildes y confiadas, que la Iglesia pone a diario en nuestros labios al comulgar. Lo demuestra asimismo con el modo que tiene que discurrir, cuando dice que si a él ningún soldado suyo le desobedece, menos todavía desobedecerá a Jesús la enfermedad.
Todos, judíos y paganos, deben reconocer la realeza de Jesús, al cual están llamados todos sin distinción de hebreos y gentiles. El leproso, en efecto, pertenece al pueblo de Dios y ha de someterse a la Ley de Moisés. El Centurión, por el contrario, no es de Israel, según dice Jesús. Así que todos los pueblos participarán del banquete, en que la misma Divinidad será el alimento de sus almas. Y, así como en la sala de un festín todo es calor y luz, así también los suplicios del infierno, castigo de los negadores de la divinidad de Cristo, están muy bien significados en el frío y las tinieblas de afuera reinan, en esas "tinieblas exteriores" que tanto contrastan con el brillo deslumbrante de la sala de las bodas.
Hagamos, pues, actos de fe en la divinidad de Jesús, y para entrar en ese reino, procuremos amontonar, por nuestra caridad, carbones ardientes sobre la cabeza de los que mal nos quieren (Epístola), o sea los sentimientos de confusión, que no podrán menos de concebir al ver nuestra nobleza del alma, y que no les permitirán sosegar mientras no hubieren expiado sus yerros.
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