martes, 22 de diciembre de 2009

El viaje a Bethlehem (Lc II, 1-5).

Respecto del viaje de José y María a Bethlehem , hay tres cosas que meditar.
La primera es la paciencia de la Santa Familia. El viaje era bastante largo, de unos cuatro días al menos, y lleno de incomodidades. Pudieron seguir los viajeros dos caminos, o el que pasa por Sichem, Bethel y Jerusalén, o el que va bordeando el Jordán y pasa por Jericó y Jerusalén. Era el mes de diciembre, durante el cual, en las regiones montañosas de Palestina, reina casi continuamente el frío viento de poniente y son casi constantes las lluvias y la nieve, por lo cual son inmensamente frías. De todos modos, aquel viaje estaba muy lejos de ser un viaje de recreo. Pero ellos todo lo soportan con paciencia.
En segundo lugar, deben meditarse la modestia y humildad de aquellos viandantes. Para las familias nobles del país, especialmente para los deudos de la casa de David, era aquella una oportuna ocasión de hacerse valer y llamar sobre sí la atención. Por lo cual no perdonaban medio de mostrarse a la altura de su rango. Sin embargo, nada de esto reza con José y María, quienes viajaban humildemente, como gentes del pueblo ordinario. Otros viajaban con boato, rápidamente; ellos caminaban lentamente y quedos, cediendo modestamente el paso a los que se les adelantaban. Y, sin embargo, ¿quiénes son ellos? Los más nobles y santos de los hombres. ¿Cuál de las abuelas del Salvador ha atravesado aquel país con pobre apariencia? ¡Con qué pompa fue transportada un día el Arca de la Alianza por aquellos parajes! ¡Ahora es el Arca viviente del Señor la que los atraviesa; pasa derramando bendiciones por todas partes y nadie para mientes en ella!
Lo tercero es el espíritu de recogimiento y de oración con que la Sagrada Familia hacía el camino. Si los hombres son tanto más recogidos y silenciosos cuanto más cerca tienen a Dios, ¿qué recogimiento podrá ser comparado al de María y José, que iban embebidos, en sus pensamientos y en sus sentidos, en la imagen del Salvador! Sus almas eran las únicas que conocían el misterio; las únicas que con su oración y sus anhelos podían representar todo el género humano. Así, pues, nuestros viajeros hablaban poco y oraban mucho; mejor dicho, andaban siempre engolfados en silenciosa oración, en medio de la intranquilidad y desasosiego del viaje.

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