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En 1888, en uno de los altares de la Basílica de San Pedro, un sacerdote listo para rezar la Santa Misa, miraba inquieto a su alrededor porque su monaguillo no aparecía. Un obispo, que estaba arrodillado cerca, se acercó a él y con gran sencillez le dijo:
- Permítame, Padre, que sea yo el ayudante de su Misa.
- No, Excelencia, no lo permitiré. No le conviene a un obispo hacer de monaguillo.
-¿Porqué no? Le aseguro que lo puedo hacer.
- Eso no lo dudo Excelencia. Pero sería mucha humillación. No, no lo permitiré.
- Tranquilo. Rápido, al altar; empieza: "Introibo ad altare Dei..."
Dicho esto, el Obispo se arrodilló y el sacerdote tuvo que ceder. Asistido por su nuevo ayudante, el sacerdote celebró la Misa con gran emoción. Al terminar se deshizo en agradecimientos al Obispo. Ese piadoso ayudante, veinte años mayor que el cura, era Mons. Giuseppe Sarto, futuro Papa Pío X, uno de los más grandes pontífices y santos de la Iglesia Católica.
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