domingo, 7 de junio de 2015

II Domingo después de Pentecostés.

Hoy la liturgia nos trae el Evangelio del convite, figura que era del magno convite eucarístico, al que todos estamos invitados por el gran Padre de familias, por el Rey, que es Dios; todos, aun los pecadores baldados por la culpa, pues precisamente para enderezarlos y darles fuerzas, instituyó y preparó la divina Sabiduría este banquete, del que nadie es excluido, si a él se acercare con la debida buena voluntad, y demás disposiciones de cuerpo y alma. Mas ¡ay! que son muchas las almas que corren alocadas tras los placeres mundanos, y rehúsan entrar en el banquete de la fe cristiana, en que la Iglesia las saciaría con el manjar de la doctrina evangélica. 
Gustad y ved, cuán suave es el Señor. No conoceréis su dulzura mientras no la gustéis; pero tocad con el paladar de vuestro corazón el alimento, para que gustando de su dulcedumbre, seáis capaces de amarla. El hombre perdió sus delicias cuando pecó en el Paraíso, y de él salió el día que cerró la boca al alimento de la eterna dulzura.
Pero gracias al Espíritu Santo, hemos pasado de la muerte a la vida y por eso buscamos nuestras delicias más bien junto al Tabernáculo en que está oculto Jesús, como aquellos baldados y pobres del Evangelio, como el niño Samuel, cuyas delicias eran morar junto a su Dios y servirle en su santuario. Huyamos del orgullo y del apego a las cosas terrenales, para que sólidamente cimentados en el amor del santo nombre de Dios, y teniendo a éste siempre como norte supremo, nos vayamos de día en día haciendo más celestiales.

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