domingo, 29 de enero de 2012

IV Domingo después de Epifanía.

El Evangelio de hoy trae un nuevo milagro en que Jesús manifiesta ser Dios, mandando a las creaturas poderosas y rebeldes cuales son la mar furiosa y el viento huracanado. El Evangelista hace muy bien resaltar la magnitud del prodigio, oponiendo a la fuerte agitación de las olas "la bonanza que luego siguió" (Evangelio).
Pero donde más ejerce Jesús su divina realeza es en la Iglesia; y por eso los Santos Padres vieron
siempre en aquellos vientos desatados un símbolo de los demonios, cuyo orgullo levanta persecuciones contra los Santos; y en la mar bravía, las pasiones y la malicia de los hombres, origen de transgresiones de los mandamientos y de discordias entre hermanos.
Y en efecto, la Ley y la caridad vienen a ser una misma cosa, como se colige de la Epístola; porque
si los tres preceptos primeros del Decálogo nos mandan amar a Dios, los otros nos obligan en lógica consecuencia a amar al prójimo, por ser hechura y posesión suya.
Esa navecilla figuraba la Iglesia, la cual viene manifestando siglo tras siglo la divinidad de Jesucristo; pues sólo a la protección omnipotente del Salvador debe el no haber sido ya sumida en el abismo, no obstante ser tan frágil y verse en medio de tantos peligros (Oración Colecta).
Advierte San Juan Crisóstomo que Jesús parece dormir para obligarnos a acudir a Él; pero siempre salva a cuantos le invocan.
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