sábado, 28 de febrero de 2009

Santa María en sábado.

“Te bendigo y te agradezco, Señor Jesucristo, consolador de todos los afligidos, por el doloroso respeto con que miraste a tu amadísima Madre al pie de la Cruz, presa de angustia mortal. La inmensidad de su dolor la conocías bien solamente Tú, que eres profundo conocedor de su corazón y no tuviste en la tierra un ser más querido que tu Virgen Madre. Pero tampoco Ella amó a nadie más que a Ti, su divino Hijo, a quien, apenas nacido de su seno, reconoció como Señor de todas las cosas y su Creador. Por lo cual, al verte pendiente de la Cruz a Ti, a quien amaba infinitamente, vivía más en Ti que en sí; y casi totalmente abstraída de sí, estaba Ella también pendiente de la Cruz: crucificada en espíritu contigo, aunque con el cuerpo estuviese todavía al lado de la Cruz, bañada en lágrimas.

“Te alabo y te glorifico por tu infinita compasión, por la que eras filialmente “con-sufriente” con tu dolorosísima Madre, que en verdad sufría tus pesares como los suyos en tus heridas como propias, toda vez que se repetían tus espasmos de atroz dolor, y con maternales ojos veía escurrirse la sangre de tu cuerpo, y oía tu voz que le hablaba a Ella.

“Te alabo y te glorifico por las bellísimas palabras con que te dirigiste brevemente a tu Madre desolada, al encomendarla a tu predilecto discípulo Juan, como a un fidelísimo sustituto. Y uniste a la Virgen con el virgen Juan mediante el vínculo de la indisoluble caridad, diciendo: “¡Mujer, aquí tienes a tu hijo!” (Jn 19, 26); y al discípulo: “¡Aquí tienes a tu Madre!” (Jn 19, 27).

“Feliz comunión y grato encargo, que unió y consagró una integridad virginal. Con esta expresión, efectivamente, te mostraste inclinado a una cariñosa preocupación por la honorabilidad de tu Madre, a la que confiaste la misión de alentar a un casto discípulo, y le ofreciste, de algún modo, otro hijo en armonía con la pureza de sus costumbres y capaz de proveer las necesidades de su vida. (…).

“He aquí, carísimo Juan, a qué excelsa misión estás llamado, qué Virgen te es encomendada, de quién es Madre aquella a la que debes proporcionar tus cuidados. En fin, te conjuro humildemente que ruegues mucho por mí, que soy pecador, para que sea también fervoroso en el amor de Cristo y sea hallado digno de alabar a la Santa Virgen y de participar de sus dolores”.

Fuentes: Tomás de Kempis: Imitación de María.

viernes, 27 de febrero de 2009

Jesucristo, autor de nuestra redención II.


“Cristo aceptó soberanamente padecer en su carne pasible, capaz de dolor. Cuando al entrar en este mundo dijo a su Padre: “Heme aquí”, Ecce venio ut faciam, Deus, voluntatem tuam, preveía todas las humillaciones, los dolores todos de su Pasión y muerte y todo lo aceptó libremente en el fondo de su corazón por amor de su Padre y nuestro: Volui, “Sí, quiero”, et legem tuam in medio cordis mei.
“Cuando esa hora llega, Jesús se entrega. Vedle en el Jardín de los Olivos un día antes de su muerte; la chusma armada se adelanta hacia El para prenderle y hacerle condenar. “¿A quién buscáis?”, les pregunta, y cuando ellos contestan: “A Jesús Nazareno”, dice sencillamente: “Yo soy”. Esta palabra caída de sus labios basta para arrojar en tierra a sus enemigos. Pudiera hacer que continuasen derribados; pudiera, como El mismo decía, pedir a su Padre que enviase legiones de ángeles para librarle. Precisamente en este momento recuerda que cada día se le ha visto en el templo y que nadie ha podido echar mano de El; aún no había venido su hora; por eso no les daba licencia para prenderle; pero entonces había sonado ya el momento en que debía por la salvación del mundo entregarse a sus verdugos, los cuales no obraban más que como instrumentos del poder infernal: Haec est hora vestra et potestas tenebrarum. La soldadesca le lleva de tribunal en tribunal; El lo soporta todo con paciencia; sin embargo de ello, delante del Sanhedrín, tribunal supremo de los judíos, proclama sus derechos de Hijo de Dios; después se abandona al furor de sus enemigos, hasta el momento de consumar su sacrificio sobre la Cruz.
“Si se entregó fue verdaderamente porque quiso: Oblatus est quia ipsi voluit. En esta entrega voluntaria y llena de amor de todo su ser sobre la Cruz, por esta muerte del hombre Dios, por esta inmolación de una víctima inmaculada que se ofrece en aras del amor y con una libertad soberana, dase a la justicia divina una satisfacción infinita, que nos adquiere un mérito inagotable, y se devuelve al mismo tiempo la vida eterna al género humano.
El consummatus factus est ómnibus obtemperantibus sibi, causa salutis aeternae. “Por haber consumado la obra de su mediación, Cristo se hizo para todos aquellos le siguen la causa meritoria de la salvación eterna”. Por eso tenía razón San Pablo cuando decía: “En virtud de esta voluntad, somos nosotros santificados por la oblación que, una vez por todas, hizo Jesucristo de su propio cuerpo”. In qua voluntate sanctificati sumus per oblationem corporis Jesu Christi semel”.
Fuente: Dom Columba Marmión: “Jesucristo, vida del alma. Conferencias espirituales. 1917.

jueves, 26 de febrero de 2009

Las tentaciones de Cristo (I)

“La Cuaresma conmemora los cuarenta días que pasó Jesús en el desierto, como preparación de esos años de predicación, que culminan en la Cruz y en la gloria de la Pascua. Cuarenta días de oración y de penitencia. Al terminar, tuvo lugar la escena que la liturgia de hoy ofrece a nuestra consideración, recogiéndola en el Evangelio de la Misa: las tentaciones de Cristo.
“Una escena llena de misterio, que el hombre pretende en vano entender –Dios que se somete a la tentación, que deja hacer al Maligno-, pero que puede ser meditada pidiendo al Señor que nos haga saber la enseñanza que contiene.
“Jesucristo tentando. La tradición ilustra esta escena considerando que Nuestro Señor para darnos ejemplo en todo, quiso también sufrir la tentación. Así es, porque Cristo fue perfecto Hombre, igual a nosotros, salvo en el pecado. Después de cuarenta días de ayuno, con el solo alimento –quizá- de yerbas y raíces y de un poco de agua, Jesús siente hambre de verdad, como la de cualquier criatura. Y cuando el diablo le propone que convierta en pan las piedras, Nuestro Señor no sólo rechaza el alimento que su cuerpo pedía, sino que aleja de sí una incitación mayor: la de usar el poder divino para remediar, si podemos hablar así, un problema personal.
“Lo habréis notado a lo largo de los Evangelios: Jesús no hace milagros en beneficio propio. Convierte el agua en vino, para los esposos en Caná; multiplica los panes y los peces, para dar de comer a una multitud hambrienta. Pero El se gana el pan, durante largos años, con su propio trabajo. Y más tarde, durante el tiempo de su peregrinar por tierras de Israel, vive con la ayuda de aquellos que le siguen.
“Relata San Juan que, después de una larga caminata, al llegar Jesús al pozo de Sicar, hace que sus discípulos vayan al pueblo a comprar comida; y viendo acercarse a la samaritana, le pide agua, porque El no tenía con qué obtenerla. Su cuerpo fatigado por el largo caminar experimenta el cansancio, y otras veces, para reponer las fueras, acude al sueño. Generosidad del Señor que se ha humillado, que ha aceptado en pleno la condición humana, que no se sirve de su poder de Dios para huir de las dificultades o del esfuerzo. Que nos enseña a ser recios, a amar el trabajo, a apreciar la nobleza humana y divina de saborear las consecuencias del entregamiento.
“En la segunda tentación, cuando el diablo le propone que se arroje desde lo alto del Templo, rechaza Jesús de nuevo ese querer servirse de de su poder divino. Cristo no busca la vanagloria, el aparato, la comedia humana que intenta utilizar a dios como telón de fondo de la propia excelencia. Jesucristo quiere cumplir la voluntad del Padre sin adelantar los tiempos ni anticipar la hora de los milagros, sino recorriendo paso a paso el duro sendero de los hombres, al amable camino de la Cruz.
“Algo muy parecido vemos en la tercera tentación: se le ofrecen reinos, poder, gloria. El demonio pretende extender, a ambiciones humanas, esa actitud que de debe reservarse sólo a Dios: promete una vida fácil a quien se postra ante él, ante los ídolos. Nuestro Señor reconduce la adoración a su único y verdadero fin, Dios, y reafirma su voluntad de servir: apártate Satanás, porque está escrito: adorarás al Señor Dios tuyo, y a El solo servirás.
“Aprendamos de esta actitud de Jesús. En su vida en la tierra, no ha querido ni siquiera la gloria que le pertenecía, porque teniendo derecho a ser tratado como Dios, ha asumido la forma de siervo”.
Fuente: San Josemaría Escrivá, “Es Cristo que pasa”. Homilía de 1952.

miércoles, 25 de febrero de 2009

Jesucristo, autor de nuestra redención (I).

“Cuando vino la plenitud de los tiempos, fijados por los decretos celestiales –leemos en San Pablo- Dios envió a su Hijo, formado de una mujer, para libertarnos del pecado y conferirnos la adopción de hijos”: At ubi venit plenitudo temporis, misit Deus Filium suum, ut eos qui sub lege erant redimeret, ut adoptionem filiorum reciperemus. Rescatar el género humano y devolverle por la gracia la adopción divina, tal es, en efecto, la misión principal del Verbo encarnado, la obra que Cristo venía a cumplir a la tierra.
“Cristo aceptó tomar sobre sí todos nuestros pecados, hasta el punto de llegar sobre la Cruz a ser, en cierto modo, el pecado universal, el pecado viviente. Púsose voluntariamente en lugar nuestro, y por eso fue herido de muerte: su sangre será nuestro rescate.
“El género humano quedará libre, “no con oro o con plata, que son cosas perecederas, sino por una sangre preciosa, la del Cordero inmaculado y sin tacha, la sangre de Cristo, que ha sido designada desde antes de la creación del mundo.
“¡Oh! No lo olvidemos “hemos sido rescatados a gran precio”. Cristo derramó por nosotros hasta la última gota de su sangre. Es verdad que una sola gota de esa sangre divina hubiera bastado para redimirnos; el menor padecimiento, la más ligera humillación de Cristo, un solo deseo salido de su corazón, hubiera sido suficiente para satisfacer todos los pecados, por todos los crímenes que se pudieran cometer; porque siendo Cristo una persona divina, cada una de sus acciones constituye una satisfacción de valor infinito. Pero Dios, “para hacer brillar más y más a los ojos del mundo entero el amor inmenso que su Hijo le profesa”, Ut cognoscat mundus quia diligo Patrem, y “la caridad inefable de ese mismo Hijo para con nocostros”: Majorem hac dilectionem nemo habet; para hacernos palpar por modo más vivo y sensible cuán infinita es la santidad divina y cuán profunda la malicia del pecado, y por otras razones que nos podemos descubrir, el Padre eterno reclamó como expiación de los crímenes del género humano todos los padecimientos, la pasión y muerte de su divino Hijo; de manera que la satisfacción no quedó completa sino cuando desde lo alto de la Cruz, Jesús con voz moribunda, pronunció el Consummatum est: “Todo está acabado”.
“Sólo entonces su misión personal de redención en la tierra quedó cumplida y su obra plenamente realizada”.
Fuente: Dom Columba Marmión: “Jesucristo, vida del alma. Conferencias espirituales. 1917.

martes, 24 de febrero de 2009

El tiempo oportuno.


“Exhortamur ne in vacuum gratiam Dei recipiatis”, os exhortamos a no recibir en vano la gracia de Dios. Porque la gracia divina podrá llenar nuestras almas en esta Cuaresma, siempre que no cerremos las puertas del corazón. Hemos de tener estas buenas disposiciones, el deseo de transformarnos de verdad, de no jugar con la gracia del Señor.
“No me gusta hablar del temor, porque lo que mueve al cristiano es la Caridad de Dios, que se nos ha manifestado en Cristo y que nos enseña a amar a todos los hombres y a la creación entera; pero sí debemos hablar de responsabilidad, de seriedad. No queráis engañaros a vosotros mismos: de Dios nadie se burla, nos advierte el mismo Apóstol.
“Hay que decidirse. No es lícito vivir manteniendo encendidas esas dos velas que, según el dicho popular, todo hombre se procura: una a San Miguel y otra al diablo. Hay que apagar la vela del diablo. Hemos de consumir nuestra vida haciendo que arda toda entera al servicio del Señor. Si nuestro afán de santidad es sincero, si tenemos la docilidad de ponernos en las manos de Dios, todo irá bien. Porque El está siempre dispuesto a darnos su gracia y, especialmente en este tiempo, la gracia para una nueva conversión, para una mejora de nuestra vida de cristianos.
“No podemos considerar esta Cuaresma como una época más, repetición cíclica del tiempo litúrgico. Este momento es único: es una ayuda divina que hay que acoger. Jesús pasa a nuestro lado y espera de nosotros –hoy, ahora- una gran mudanza.
“Ecce nunc tempus acceptabilis, ecce nunc dies salutis: este es el tiempo oportuno, que puede ser el día de la salvación. Otra vez se oyen los silbidos del buen Pastor, con esa llamada cariñosa: ego vocati te nomine tuo. Nos llama a cada uno por nuestro nombre, con el apelativo familiar con el que nos llaman las personas que nos quieren. La ternura de Jesús, por nosotros, no cabe en palabras. (…)
“Ecce nunc dies salutis, aquí está frente a nosotros, este día de salvación. La llamada del buen Pastor llega hasta nosotros: ego vocati te nomine tuo, te he llamado a ti, por tu nombre. Hay que contestar –amor con amor que paga- diciendo: ecce ego quia vocasti me, me has llamado y aquí estoy. Estoy decidió a que no pase este tiempo de Cuaresma como pasa el agua entre las piedras, sin dejar rastro. Me dejaré empapar, transformar; me convertiré, me dirigiré de nuevo al Señor, queriéndole como El desea ser querido. (…)
“Pero en esta Cuaresma no podemos olvidar que querer ser servidores de Dios no es fácil. (…) En los momentos más dispares de la vida, en todas las situaciones, hemos de comportarnos como servidores de Dios, sabiendo que el Señor está con nosotros, que somos hijos suyos. Hay que ser conscientes de esa raíz divina, que está injertada en nuestra vida, y actuar en consecuencia. (…)
“El cristiano es realista, con un realismo sobrenatural y humano, que advierte todos los matices de la vida: el dolor y la alegría, el sufrimiento propio y el ajeno, la certeza y la perplejidad, la generosidad y la tendencia al egoísmo. El cristiano conoce todo y se enfrenta con todo, lleno de entereza humana y de la fortaleza que recibe de Dios.
“María, Madre nuestra, auxilium christianorum, refugium peccatorum: intercede ante tu Hijo, para que nos envíe el Espíritu Santo, que despierte en nuestros corazones la decisión de caminar con paso firme y seguro, haciendo sonar en lo más hondo de nuestra alma la llamada que llenó de paz el martirio de uno de los primeros cristianos: veni ad Patrem, ven vuelve a tu Padre, que te espera”.
Fuente: De una homilía de San Josemaría Escrivá, pronunciada el 2 de marzo de 1952, I Domingo de Cuaresma; en “Es Cristo que pasa”.

domingo, 22 de febrero de 2009

La Cátedra de San Pedro.


Hoy la Iglesia celebra la fiesta de la Cátedra de San Pedro. La palabra cátedra materialmente hablando es la silla desde la que enseña el maestro. Desde el punto de vista eclesial es el lugar desde el que enseña el obispo. Los Santos Padres utilizaban la palabra como símbolo de autoridad de los obispos, especialmente el obispo de Roma, es decir, el Papa, desde la cátedra de San Pedro. San Cipriano (siglo III) decía: “Se da a Pedro el primado para mostrar que es una la Iglesia de Cristo y una la Cátedra”
Históricamente, en los calendarios anteriores al siglo IV, se nombraba entre las primeras fiestas de la Iglesia esta de la Cátedra de San Pedro con el nombre de Natale Petri de Cathedra, es decir, “el día de la institución del Pontificado de Pedro, Con esta fiesta se quiso realzar y señalar el episcopado del Príncipe de los Apóstoles, su potestad jerárquica y magisterio en la urbe de Roma y en todo el orbe”. Por la tradición de la Iglesia, sabemos que Pedro residió en Antioquía antes de trasladarse a Roma el año 43 después de Cristo. San Pedro llegó a la ciudad capital del Imperio Romano “para que la luz de la verdad, revelada para la salvación de todas las naciones, se derramase más eficazmente desde la misma cabeza por todo el cuerpo del mundo (…) Este era el lugar apropiado para refutar las teorías de la falsa filosofía, para deshacer las necedades de la sabiduría terrena, para destruir la impiedad de los sacrificios, allí con suma diligencia se había ido reuniendo todo cuanto habían inventado los diferentes errores” (San León Magno).
Pedro -de quien el Señor dijo: “Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y el poder del infierno no la derrotará. Te daré las llaves del Reino de los Cielos; lo que ates en la tierra quedará atado en el Cielo, y lo que desates en la tierra quedará desatado en el Cielo- se convirtió en el fundamento y roca de la Iglesia, estableciendo su sede en Roma. Y desde la Cátedra de Roma gobernó a la iglesia universal, adoctrinó a sus hermanos y derramó su sangre al igual que su Señor. Todos los sucesores de San Pedro, los diversos papas que han gobernado la Iglesia, han cumplido y cumplirán hasta el final de los tiempos, el mandato de su Señor, de “dirigir y cuidar de los demás pastores que rigen a la grey del Señor, confirmar en la fe al Pueblo de Dios, velar por la pureza de la doctrina y de las costumbres, interpretar –con la asistencia del Espíritu Santo- las verdades contenidas en el depósito de la Revelación.
En este día, pues, los católicos romanos manifestemos nuestra filial adhesión al Sumo Pontífice Benedicto XVI y a su magisterio para que el Señor lo cuide y proteja de los lobos que merodean en torno a su Cátedra. “El amor al Papa es señal de nuestro amor a Cristo”: Dominus conservet eum et vivificet eum beatum faciam eum in terra… El Señor lo conserve y lo vivifique y le haga feliz en la tierra, y no permita que caiga en manos de sus enemigos”. Amén.

Domingo de Quincuagésima

Para completar dignamente nuestra preparación a la santa Cuaresma era conveniente la protección del Príncipe de los Apóstoles; por eso la estación es en San Pedro.
En el Introito están reflejados los sentimientos del hombre que, semejante al ciego de Jericó, desconfía de sí mismo e implora la piedad del Redentor.

sábado, 21 de febrero de 2009

Santa María en sábado.


En el cielo antes que el sol la aura, en el cristianismo antes que Jesús, María. Por María a Jesús; esa es la ley de la providencia. Antes que el domingo el sábado, antes que el día del Señor el día de María. Así en su bondad lo dispuso el Señor, así en su piedad lo aceptó el pueblo cristiano.
Además de algunas razones de congruencia, como causa de este consagrar los sábados a María, que data de los más remotos tiempos, se cita un gran milagro. En Constantinopla se veneraba una devota imagen de María. En las vísperas del sábado se corría por sí sola la cortina que la cubría; y pasado el sábado, por sí misma volvía la cortina a cubrir la imagen. El pueblo entendió por este prodigio el deseo de María Santísima de que se le consagrasen los sábados, y primero en aquella ciudad y muy luego en toda la cristiandad, se aceptó con gozo esta voluntad de su divina Madre.
¡Ave, María! -¡Ave, Bernarde!
No hay sonido más dulce para los oídos de María que la voz de sus hijos al dirigirle la salutación angélica. Esta salutación hace palpitar su corazón de gozo, como en el día de la Anunciación. Así se dignó atestiguarlo cierto día con un célebre milagro uno de sus más ilustres devotos, el gran San Bernardo , abad de Claraval, autor del “Acordaos”.
A mediados del siglo XII, en los bosques que separaban a Flandes de Bravante, existía una abadía de religiosos benedictinos que se hizo célebre con el nombre de Abadía de Afflighem. San Bernardo, que recorría entonces Francia y Alemania predicando la segunda cruzada, vino a hospedarse algunos días en aquel insigne monasterio. A un extremo del claustro se elevaba sobre un pedestal una estatua de madera de la Madre de Dios. María con el Divino Niño en los brazos parecía que miraba con amor y bendecía sin cesar a los religiosos que muchas veces al día pasaban por delante de ella. Siempre que Bernardo pasaba le dirigía la salutación angélica: Ave, María, pronunciaban sus labios, al mismo tiempo que sus ojos se fijaban con ternura en la imagen bendita. Cierto día, arrodillándose delante de ella, repitió con efusión su salutación favorita; pero aún no había acabado de decir: Ave, María!, cuando oyó que la estatua se animaba y le respondía: Ave, Bernarde! “Dios te guarde, Bernardo”.
Júzguese la impresión que causaría esta palabra inefable en el alma de Bernardo. Sin duda que debió inundarse de alegría como Santa Isabel, cuando en el día de la Visitación resonó en sus oídos la voz de María que la saludaba y, no pudiendo menos, exclamo: “De dónde a mí tanta dicha que la Madre de Dios venga a visitarme!” Seguramente que el alma de Bernardo, al oír la voz de su Madre, se derretiría de amor, como la Esposa de los cantares: “Mi alma se ha derretido al oír el eco de su voz”.
Fácilmente se comprende que San Bernardo sentiría abandonar la piadosa abadía. Allí dejó como prenda o recuerdo de gratitud su báculo de abad. La estatua milagrosa se conservó intacta sobre su pedestal en el claustro hasta el año 1580, en que la despedazaron los protestantes iconoclastas. Después se encontraron los trozos y con ellos se hicieron dos nuevas imágenes pequeñas, pero semejantes a la primitiva. Una de ellas se venera aún hoy en la iglesia de los benedictinos de Termonde.

viernes, 20 de febrero de 2009

Panis Vitae V.

“Hay, empero, una disposición general muy importante, que dimana de la naturaleza de la unión, y sirve admirablemente de preparación habitual a nuestra unión con Cristo, y muy particularmente a la perfección de esa unión: es la donación total de uno mismo a Jesucristo, renovada con frecuencia. Esa donación al Verbo hecho carne comenzó en el bautismo; allí, por vez primera, Cristo tomó posesión de nuestra alma, y nosotros empezamos por la gracia a asemejarnos a Dios y a vivir unidos a El. Pues bien, cuanto más fijos permanezcamos en esa disposición fundamental, que empezó en el Bautismo, de morir para el pecado y vivir para Dios, tanto más será nuestra preparación remota para recibir la abundancia de la gracia eucarística. Guardar apego al pecado venial, a imperfecciones deliberadas, a negligencias voluntarias, a infidelidades meditadas, son cosas que desagradan al Señor que viene a nosotros. (…)
“¿Qué es lo que impide a Cristo el identificarnos completamente con El cuando viene a nosotros? ¿Son tal vez nuestras flaquezas de cuerpo y espíritu, las miserias inherentes a nuestra condición de desterrados, las servidumbres, con que se halla esclavizada nuestra humana naturaleza? Ciertamente que no (…)
“Lo que pone trabas a la perfecta unión, son los hábitos malos, conocidos y no desaprobados, y a los que, por falta de generosidad, no nos atrevemos a tocar, así como el apego voluntario a nosotros mismos o a las criaturas: mientras no trabajemos eficazmente por desarraigar esos malos hábitos y por romper esas ligaduras a fuerza de una constante vigilancia sobre nosotros mismos y de la mortificación, Cristo no podrá hacernos participantes de la plenitud de su gracia. (…)
“Si un alma toma la resolución de corregirse de los malos hábitos que en sí halla; si seriamente se esfuerza por destruirlos; si se acerca a Cristo en la Comunión para hallar en El la fuerza que necesita para servirle de veras, tenga por cierto que el Señor la mirará con misericordia, bendecirá sus esfuerzos y la recompensará colmadamente.
“Cuando el Señor halla un alma así dispuesta, entregada del todo y sin reserva a su divino querer, compórtase respecto a ella con aquella virtud divina que, no encontrando obstáculo ninguno, obra maravillas de santidad. La carencia de esa dispositio unionis es la razón de que muchas almas adelanten tan poco en la perfección, aunque comulguen a menudo. (…) Pidamos al Señor que El mismo nos ayude a adquirir poco a poco esa disposición fundamental; es sumamente estimable, porque acomoda singularmente a nuestra alma a la acción del Sacramento de amor y unión divina”.
Fuente: Dom Columba Marmión: Jesucristo, vida del alma. Conferencias espirituales. 1917.

jueves, 19 de febrero de 2009

Panis Vitae IV.


“Todo cuanto se opone a la vida sobrenatural y a la unión, es obstáculo para recibir y sacar fruto de la Eucaristía. El pecado mortal, que causa la muerte del alma, es obstáculo absoluto; como el alimento no se da más que a los vivos, así la Eucaristía no se da más que a los que tienen ya la vida de la gracia. Es la primera condición, y basta con ella, con “la recta intención”, para que todo cristiano pueda acercarse a Cristo y recibir el pan de vida. Así lo declaró en un memorable documento el gran Pontífice Pío X. El sacramento obra ex opere operato; por sí misma, la Eucaristía nutre el alma y acrecienta la gracia, al propio tiempo que el hábito de la caridad. Ese es el futo primario y esencial del sacramento.
“Hay, además, otros frutos, secundarios, es cierto, pero tan grandes, no obstante esto, que bien merecen no los pasemos por alto: son las gracias actuales de unión que excitan nuestra caridad a obrar, alientan nuestro fervor a volver amor por amor, a cumplir la voluntad divina, a evitar el pecado, y llena de gozo el alma: “La Dulzura de ese pan celestial, lleno de suavidad”, se comunica al alma para darle aliento en su devoción y en el servicio de Dios, y fortalecerla contra el pecado y las tentaciones. Pero estos efectos secundarios pueden ser más o menos abundantes; y, de hecho, dependen, en no corta medida, de nuestras disposiciones, máxime cuando el amor, principio de unión, es el móvil que nos impele a preparar al Señor una morada menos indigna de su divinidad, y a tributarle con el mayor afecto posible los obsequios a que se hace acreedor al venir a nosotros. Verdad que Cristo, como soberanamente libre e infinitamente bueno, otorga sus dones a quien le place; pero a más de que su majestad infinita –pues permanece siempre Dios- requiere de nosotros que le preparemos, en cuanto lo permita nuestra condición, una morada en nuestro corazón, ¿podríamos dudar un solo instante que no mire con singular complacencia los esfuerzos de un alma que desea recibirle con fe y con amor?
“Ya veis, pues, cómo el Señor anda solícito de las disposiciones, de las pruebas de amor con que le recibimos. La Eucaristía es el sacramento de la unión, y cuantos menos obstáculos encuentra Cristo para que esa unión sea perfecta, tanto más obra en nosotros la gracia del sacramento. El Catecismo del Concilio de Trento nos dice que “recibimos toda la plenitud de los dones de Dios cuando recibimos la Eucaristía con corazón bien dispuesto y perfectamente preparado”.
Fuente: Dom Columba Marmión: Jesucristo, vida del alma. Conferencias Espirituales. 1917.

miércoles, 18 de febrero de 2009

Panis Vitae III.


“Y, cierto, los Padres de la Iglesia hicieron notar la enorme diferencia que hay entre la acción del alimento que da vida al cuerpo y los efectos que en el alma produce el pan eucarístico.
“Al asimilarnos el alimento corporal, lo transformamos en nuestra propia substancia, en tanto que Cristo se da nosotros a modo de manjar para transformarnos en El. Son muy notables estas palabras de San León: “No hace cosa la participación del cuerpo y sangre de Cristo, sino trocarnos en aquello mismo que tomamos”: Nihil aliud agit participatio corporis et sanguinis Christi, quam ut in id quod sumimus transeamus. Más categórico es aún San Agustín, quien pone en boca de Cristo estas palabras: “Yo soy el pan de los fuertes; ten fe y cómeme. Pero no me cambiarás en ti, sino que tú serás transformado en mí”. Y Santo Tomás concreta esta doctrina en pocas líneas, con su habitual claridad: (…) “De ahí que el efecto propio de ese Sacramento sea transformar de tal modo al hombre en Cristo, que pueda con verdad decir: Vivo yo; mas no yo, sino que vive Cristo en mí”.
“Cómo se obra esa transformación espiritual? Al recibir a Cristo, lo recibimos todo entero: su cuerpo, su sangre, su alma, su divinidad y su humanidad. Hácenos participantes de cuanto piensa y siente, nos comunica sus virtudes, pero sobre todo “enciende en nosotros el fuego que el vino a traer a la tierra”, fuego de amor, de caridad. No es otro el fin de la transformación que la Eucaristía produce. “La eficacia de este sacramento, escribe Santo Tomás, consiste en obrar cierta transformación en Cristo mediante la caridad. Ese es su fruto propio… Y propio es de la caridad transformar al amante en el amado” (…) Bien dijo San Juan: “El que permanece en la caridad, en Dios permanece, y Dios en él”.
“Si eso falta, ya no hay verdadera “Comunión”; recibimos a Cristo con los labios, cuando es menester unirnos a El de espíritu, de corazón, de voluntad, con nuestra alma toda para participar, en cuanto en la tierra es posible, de su vida divina; de modo que, realmente, por la fe que en El tenemos, por el amor que le profesamos, su vida sea el principio de la nuestra, y no ya nuestro “yo”. (…) La presencia divina de Jesús y su virtud santificadora tan íntimamente impregnan todo nuestro ser, cuerpo y alma con todas sus potencias, que llegamos a ser como otros Cristos. (…)
“¡Si conociésemos el don de Dios! Pues los que en esta fuente beben el agua de la gracia, no tendrán ya más sed, están refrigerados: Qui autem biberit ex aqua quam ego dabo ei, non sitiet in aeternum…
Fuente: Dom Columba Marmión: Jesucristo, vida del alma. Conferencias espirituales. 1917.

martes, 17 de febrero de 2009

Panis Vitae II.


“Una de las intenciones del corazón de Jesús al instituir el sacramento de la Eucaristía, fue el que ella sea el pan celestial que conserve y aumente en nosotros la vida divina; pero aun hay otro fin que Cristo se propuso y complementa el primero: Qui manducat meam carnem et bibit meum sanguinem in me manet et ego in eo. “El que come mi carne y bebe mi sangre en mí mora, y yo en él”. ¿Qué quiere decir la palabra manera, “morar”?
“Morar en Cristo”, es, en primer lugar, tener parte por su gracia en su filiación divina; es ser uno con El, siendo como El hijo de Dios, aunque a título diverso. Es la unión primaria y fundamental, la que el mismo Cristo señala en la parábola de la viña: “Yo soy la vid, vosotros los sarmientos; el que mora en mí y yo en él, da frutos abundantes”.
“Esa unión no es la única: “Morar” en Cristo, es hacerse uno con El en todo lo tocante a nuestra inteligencia, voluntad y acción. “Moramos” en Cristo por la inteligencia, al acatar por un acto de fe simple, puro e íntegro cuanto Cristo nos enseña (…) Por la fe respondemos “así es”, Amén, a cuanto el Verbo encarnado nos dice; creemos en su palabra, y de este modo, nuestra inteligencia se identifica con Cristo. La Sagrada Comunión nos hace morar en Cristo por la fe; no podemos recibirle si no aceptamos por fe cuanto El es y cuanto dice (…) Cristo es alimento de nuestra inteligencia al comunicarnos toda verdad.
“Morar en El es también someter nuestra voluntad a la suya y hacer que toda nuestra actividad sobrenatural dependa de su gracia. Es decir, que debemos permanecer en su amor, acatando reverentes su santísima voluntad: Si praecepta mea servaveritis, MANEBITIS IN DILECTIONE MEA, sicut et ego Patris mei praecepta servavi, et maneo in ejus dilectione. Es anteponer sus deseos a los nuestros, abrazar sus intereses, entregarnos a El enteramente, sin cálculo ni reserva alguna, pues no puede permanecer quien no es fijo y estable, con a confianza omnímoda de la esposa para con su esposo.
“Nuestro Señor también mora en el alma: Et ego in eo. (…) Cristo se da al alma para ser en ella, por medio de su gracia y la acción de su Espíritu, fuente y principio de toda su actividad interior. Et ego in eo; está en el alma, mora en ella, pero no inactivo; quiere obrar en ella, y cuando el alma se entrega de veras a El, a su voluntad, tan poderosa se manifiesta entonces la acción de Cristo, que esa alma llegará a buen seguro a la mayor perfección, según los designios que Dios tenga sobre ella. (…) El anhelo del alma es no hacer más que una cosa con el Amado; la Comunión, en la que el alma recibe a Cristo en alimento, realiza ese anhelo, transformando poco a poco al alma en Cristo”.
Fuente: Dom Columba Marmión: “Jesucristo, vida del alma. Conferencias espirituales. 1917.

lunes, 16 de febrero de 2009

Panis Vitae I.


“Cuando, al orar, pedimos al Señor que nos diga por qué, en su eterna sabiduría, se dignó instituir este inefable sacramento, ¿qué nos responde Cristo?
“Dícenos, ante todas cosas, lo que por primera vez dijo a los judíos, al anunciar la institución de la Eucarístía: “Como el Padre que vive me envió, y yo vivo por el Padre, así el que me comiere vivirá por mí”: Sicut misit me vivens Pater, et ego vivo propter Patrem, et qui manducat me ep ipse vivet propter me. Como si dijera: Todo mi anhelo es comunicaros mi vida divina. A mí, el ser, la vida, todo me viene de mi Padre, y porque todo me viene de El, vivo únicamente para El; así pues yo sólo ansío que vosotros también, que todo lo recibís de mí, no viváis más que para mí. Vuestra vida corporal se sustenta y se desarrolla mediante el alimento; yo quiero ser manjar de vuestra alma para mantener y dar auge a su vida, que no es otra que mi propia vida. El que me comiere, vivirá mi vida; poseo en mí la plenitud de la gracia, y de ella hago partícipes a los que me doy en alimento. (…) Yo soy el pan de vida, el pan vivo que bajó del cielo para traeros la vida divina; ese pan que da la vida del cielo, la vida eterna, cuyo preludio es la gracia: Ego sum panis vitae, panis vivus qui de caelo descendi. Los judíos en el desierto comieron el maná, alimento corruptible; pero yo soy el pan que siempre vive, y siempre es necesario a vuestras almas, pues “si no le comiereis, pereceréis sin remedio”.
“Luego Cristo no se hace presente sobre el altar tan sólo para que le adoremos, y le ofrezcamos a su Eterno Padre como satisfacción infinita; no viene tan sólo a visitarnos, sino para ser nuestro manjar como alimento del alma, y que, comiéndole, tengamos vida, vida de gracia en la tierra, vida de gloria en el cielo.
“Como el Hijo de Dios es la vida por esencia, a El le toca prometer, a El comunicar la vida. La humanidad santa que le plugo asumir en la plenitud de los tiempos, toca tan de cerca de la vida, y tan bien se apropia su virtud, que de ella brota una fuente inagotable de agua viva… Pues ese pan sagrado es la carne de Cristo, carne viva, carne unida a la vida, carne llena y penetrada del espíritu vivificador (…) Por eso el sacerdote, al dar la Comunión, dice a cada uno: “¡El Cuerpo de Nuestro Señor Jesucristo guarde tu alma para la vida eterna!” Corpus Domini Nostri Jesu Christi custodiat animam tuam in vitam aeternam.
“Ya os dije que los sacramentos producen la gracia que significan. En el orden natural, el alimento conserva y sustenta, aumenta, restaura y hace dilatarse la vida del cuerpo. Así, ese pan celeste, es manjar del alma que conserva, repara, acrecienta y dilata en ella la vida de la gracia, puesto que le comunica al Autor mismo de la gracia.
“Por otras puertas puede entrar en nosotros la vida divina, pero en la Comunión inunda nuestras almas “cual torrente impetuoso”. De tal modo es la Comunión sacramento de vida que, por sí misma, perdona y borra los pecados veniales, a los que estamos más apegados; obra de tal manera, que, recobrando en el alma la vida divina su vigor y su hermosura, crece, se desarrolla y da frutos abundantes. ¡Oh festín sagrado, convite en el que el alma recibe a Cristo! O sacrum convivium in quo Christus sumitur… mens impletur gratia! (…) ¡Venid, Señor, sed mi manjar, para que vuestra vida sea la mía! Et qui manducat me et ipse vivet propter me.
Fuente: Dom Columba Marmión: “Jesucristo, vida del alma. Conferencias espirituales”. 1917.

domingo, 15 de febrero de 2009

Domingo de Sexagésima.

“Et áliud cécidit in terram bonam: et ortum fecit fructum céntuplum… Quod autem in bonam terram: hi sunt, qui in corde bono et óptimo audiéntes verbum rétinent, et fructum áfferunt in patiéntia” (“Otra finalmente cayó en buena tierra; y nació y dio fruto a ciento por uno… Mas la que cayó en buena tierra, son los que oyendo la palabra con corazón bueno y óptimo, la conservan y producen fruto por la paciencia”.
La parábola del sembrador tiene por objeto mostrar la suerte que espera a la Palabra de Dios, y sobre todo al reino de Cristo, según que encuentren el alma y la inteligencia de los hombres más o menos bien dispuestas. Enséñanos de cuán diversa manera es acogido el reino de los cielos, según sean los obstáculos que encuentre en los corazones; y nos invita, al mismo tiempo, a remover esos obstáculos y a preparar nuestro corazón para recibir el reino de Dios.
La semilla es la Palabra de Dios, la palabra de la revelación y de la fe; es también todo lo que va encaminado a la salvación, al reino de Dios, la Iglesia con todos sus medios sobrenaturales de salvación, la fe, la oración, la gracia, los sacramentos, Jesucristo mismo, quien, más de una vez, fue comparado a un grano de trigo. El campo es el mundo, el hombre y el corazón del hombre. San Marcos (IV, 15-20) y San Lucas (VIII, 12-15) lo consignan así expresamente, cuando expresan que los hombres deben recibir la semilla. El sembrador es Dios, Cristo, y cualquiera que, en nombre de este, predica la Palabra de Dios a los hombres. La siembra se hace con la predicación y con la administración de los sacramentos y demás medios con que se comunica la gracia. El resultado de la siembra, según los obstáculos, interiores y exteriores, que se opongan y según sea la manera de portarse frente a estos obstáculos, puede ser de dos maneras: estéril y fructuoso.
La consecuencia que debemos sacar de esta parábola, es que es necesario remover todos los obstáculos que se oponen a que la Palabra de Dios produzca en nuestro corazón los frutos que de ella son de esperar. Para hacer esto, la parábola misma nos ofrece excelentes motivos. El primero es la naturaleza del campo, o sea de nuestro corazón. Nosotros podemos producir fruto, si queremos. La gracia no nos falta nunca, y preparemos la tierra de nuestro corazón; removámosla, labrémosla, y limpiémosla de malas hierbas y espinas. El segundo está en la preciosidad de la semilla, puesto que es sobrenatural y divina, de gran fertilidad, y por la ganancia que nos puede producir. Y el tercer motivo está en el sembrador. El sembrador es Dios, el divino Salvador. El es el sembrador, el cultivador y el dueño de la semilla, del campo y la cosecha.

sábado, 14 de febrero de 2009

Carta de S.S. Benedicto XV (1919).

Los textos que hemos estado publicando acerca del Sacrificio Eucarístico han sido extraídos de la obra de Dom Columba Marmión. El libro está precedido de una carta aprobatoria de S.S. Benedicto XV, que consignamos a continuación en su versión latina y castellana.

Carta de S.S. Benedicto XV al autor.

Dilecto Filio Columbae Marmión, O.S.B. Abbati Maredsolensi.
Benedictus PP. XV

Dilecti Fili: salutem et apostolicam benedictionem.

Binos tuos illos libros, quos Nobis per humaniter obtuleras, quorum alter “Le Christ, vie de l`ame”, alter “Le Christ dans ses mystères” inscribitur, cum his proximis diebus, quantum per occupations licuit, volveremus, facile cognovimus jure sane ac merito eos laudari, uptote ad excitandam alemdanque in animis divinae caritatis flammam valde accommodatos. Etsi enim non hic omina exponuntur quae in tuis ad sodales sermonibus de Jesu Christo, omnis sanctitatis et exemplari et effectore, explicaveris, his tamen eorum tanquam commentariis idonee foveri stadium videtur. Ejus imitandi de Ipsoque Vivendi “qui factus est nobis sapientia a Deo, et justitia, et sanctificatio et redemptio”.
Optimum igitur consiliium fuit haec in lucem dare volumina, unde non modo sodales tui sed multo plures ad omnem virtutem proficerent: lateque jam, ut audimus, vel laicorum manibus versantur. Itaque cum gratias tibi agimus, tum etiam gratulamur: atque auspicem coelestium munerum, apostolicam benedictionem tibi, dilecti Fili, paterna cum bnevolentia impertimus.
Datum Romae apud Sanctum Petrum die X mensis octobris MCMXIX, Pontificatus Nostri anno sexto.

Benedictus PP. XV

Texto Castellano

A nuestro querido hijo Columba Marmión, O.S.B. Abad de Maredsous.
Benedicto XV, Papa.

Querido hijo: Salud y Bendición Apostólica:

Habiendo recorrido estos días, en cuanto lo han permitido nuestras ocupaciones, los dos libros tuyos que nos has ofrecido, como grato homenaje, titulados JESUCRISTO, VIDA DEL ALMA y JESUCRISTO EN SUS MISTERIOS, hemos reconocido fácilmente que con razón deben ser alabados como aptos para excitar y mantener en las almas la llama del divino amor. Y aunque no se exponen en ellos todas las cosas que en las conferencias has explicados a tus hermanos acerca de Jesucristo, como ejemplar y autor de toda santidad, con todo, la exposición que en ellos haces de tu doctrina, es de suma utilidad para las almas que aspiran a imitar a Jesucristo y vivir de Aquel “que es hecho para nosotros sabiduría, justicia, santificación y redención”.
Por tanto, buen acuerdo fue dar a luz estos libros, en los cuales, no solamente tus hermanos, sino también muchos otros, pueden hallar documentos para su aprovechamiento; pues, según nos refieren, están ya esparcidos por muchas partes y aun en manos de seglares. Por esto, al darte gracias, y como nuncio de celestiales dones, con paternal benevolencia te enviamos, querido hijo, la bendición apostólica.
Dado en Roma, en San Pedro, el 10 de octubre de 1919-Sexto año de nuestro pontificado.

Benedicto Papa XV.

viernes, 13 de febrero de 2009

El sacrificio eucarístico V.

“Las oraciones de que la Iglesia hace acompañar este divino sacrificio nos dan a conocer con evidencia que los asistentes tienen también su parte en la oblación. Así, ¿cuáles son las palabras que el sacerdote profiere, terminado el ofertorio, al volverse por última vez hacia el pueblo, antes del canto del Prefacio? Orate, frates, ut meum AC VESTRUM sacrificium acceptabile fiat apud Deum Patrem omnipotentem (…) De igual manera, en la oración que antecede a la consagración, el celebrante pide a Dios que tenga a bien acordarse de los fieles presentes, de “aquellos, dice, por quienes os ofrecemos este sacrificio, o que ellos mismos os lo ofrecen por sí y por sus allegados” (…) Y al punto, extendiendo las manos sobre la oblata, ruega a Dios se digne aceptarla “como sacrificio de toda la familia espiritual”, congregada en torno al altar (…) Bien se echa de ver, por lo dicho, que los fieles, en unión con el sacerdote, y, por él, con Jesucristo, ofrecen este sacrificio.
“No es el único punto de semejanza que tenemos con Jesucristo el que acabamos de enunciar. Cristo es pontífice, pero también es víctima, y el deseo de su divino corazón es que compartamos con El esta realidad; y por esto precisamente se verifica en nuestras almas la transformación que obra la santidad. (…)
“La liturgia latina conserva una ceremonia de gran antigüedad, y que el celebrante no puede omitir so pena de falta grave, y que muestra a las claras que debemos ser inseparables de Jesucristo en su inmolación. Me refiero a lo que hace, al tiempo del ofertorio, mezclando con el vino que puso en el cáliz, un poco de agua. (…) La oración de que va acompañada da su significado (…) Así pues, el misterio que simboliza esta mezcla del agua con el vino es, en primer lugar, la unión verificada, en la persona de Cristo, de la divinidad con la humanidad, misterio del que resulta otro que señala también esta oración, a saber, nuestra unión con Cristo en su sacrificio; el vino representa a Cristo, y el agua, figura al pueblo, como ya lo decía San Juan en el Apocalipsis, y confirmó el Concilio de Trento: Aquae populi sunt.
“Debemos, pues, asociarnos a Jesucristo en su inmolación y ofrecernos con El, para que nos tome consigo, e inmolándonos, en unión suya, nos presente a su Padre, in odorem suavitatis; porque la ofrenda que, unida con la de Jesucristo, hemos de donar, no es otra que la de nosotros mismos. Si los fieles participan, por el bautismo, del sacerdocio de Cristo, es, dice San Pedro, “para ofrecer sacrificios espirituales que sean agradables a Dios por Jesucristo”: Sacerdotium sanctum, offerre spirituales hostias accpetabiles Deo per Jesum-Christum. (…)
“Tenemos, además, en este sacrificio el medio más poderoso para transformarnos en Jesucristo, particularmente si nos unimos a El por la Comunión, que es el modo más eficaz de participar en el sacrificio del altar. Y es porque Jesucristo, al vernos incorporados a su Persona, nos inmola consigo y nos hace agradables a los ojos de su Padre, y de este modo, por la virtud de su gracia, nos asemeja más y más a su divino Ser. (…)
“Por tanto, excelente manera de asistir al santo sacrificio será la de seguir con los ojos, con la mente y con el corazón, todo lo que se hace en el altar, asociándonos a las oraciones que en momento tan solemne pone la Santa Iglesia en boca de sus ministros. (…) Y en tanto que rendimos a Dios, por intercesión de Jesucristo, todo honor y toda gloria: Omnis honor et gloria, copia crecida de luz y de vida desciende a nuestra alma e inunda la Iglesia entera: Fructus uberrime percipiuntur, porque, en efecto, cada Misa contiene en sí todos los merecimientos del sacrificio de la Cruz”.
Fuente: Dom Columba Marmión: “Jesucristo, vida del alma. Conferencias espirituales”. 1917.

jueves, 12 de febrero de 2009

El santo sacrificio IV.

“Los frutos de la Misa son inagotables, porque son los frutos mismos del sacrificio de la Cruz".
“El mismo Jesucristo es quien se ofrece por nosotros a su Padre. Es verdad que después de la resurrección no puede ya merecer; pero ofrece los méritos infinitos adquiridos en la pasión, y los méritos y las satisfacciones de Jesucristo conservan siempre su valor, al modo como conserva siempre, juntamente con el carácter de pontífice supremo y de mediador universal, la realidad divina de su sacerdocio. Ahora bien, después de los sacramentos, en la Misa es donde, según el Santo Concilio de Trento, tales méritos nos son particularmente aplicados con mayor plenitud: Oblationes cruentae fructus per hanc incruentam UBERRIME percipiuntur. Y por esto, todo sacerdote ofrece cada Misa; no sólo por sí mismo, sino “por todos los que a ella asisten, por todos los fieles, vivos y difuntos”. ¡Tan extensos e inmensos son los frutos de este sacrificio, tan sublime es la gloria que procura a Dios!
“Por Jesucristo, Dios y Hombre, inmolado en el altar, se da al Padre todo honor y toda gloria: Per ipsum, et cum ipso et in ipso est tibi Deo Patri omnipotent… omnis honor et gloria. (…) en este sacrificio como en el Calvario, recibe una gloria infinita por mediación de su amado Hijo; de suerte que no pueden ofrecerse a Dios homenajes más perfectos que este, que los contiene y excede a todos.
“El santo sacrificio es también fuente de confianza y de perdón. (…) Oíd lo que a este propósito dice el Concilio de Trento: “Mediante esta oblación de la Misa, Dios, aplacado, otorga la gracia y el don de la penitencia; perdona los crímenes y los pecados, aun los más horrendos”: Hujus quippe oblatione placatus Dominus gratiam et donum paenitentiae concedens, crimina et peccata etiam ingentia dimiti. (…) La Misa contiene abundantes y eficaces gracias que iluminan al pecador y le mueven a hacer actos de arrepentimiento y de contrición, que le llevarán a la penitencia y por ella le devolverán la amistad con Dios. (…) Porque la Misa no es solamente un sacrificio laudatorio o un mero recuerdo del de la Cruz; es verdadero sacrificio de propiciación, instituido por Jesucristo “para aplicarnos cada día la virtud redentora de la inmolación de la Cruz”.
“La Misa es la acción de gracias por excelencia, la más perfecta y la más grata que a Dios ofrecer pudiéramos. Leemos en el Evangelio que, antes de instituir este sacrificio, Nuestro Señor “dio gracias a su Padre”. San Pablo usa de la misma expresión, y la Iglesia ha conservado este término con preferencia a cualquier otro, sin querer con esto excluir los otros tres caracteres de la Misa, para significar la oblación del altar: sacrificio eucarístico, esto es, sacrificio de acción de gracias. (…) La Víctima Sacrosanta es quien rinde las debidas gracias por nosotros y quien reconoce en su justo valor, pues Jesucristo es Dios, los beneficios todos que desde el cielo, y del seno del Padre de las luces, bajan sobre nosotros: Omne domun perectum desursum est, descendens a Patre luminum; por mediación de Jesucristo, ellos han llegado hasta nosotros, y por El asimismo, toda la gratitud del alma se remonta hasta el trono divino.
“Finalmente, la Misa es sacrificio de impetración. Nuestra indigencia no tiene límites: necesidad tenemos incesantemente de luz, de fortaleza y de consuelo: pues en la Misa es donde hallaremos todos estos auxilios. Porque, en efecto en este sacramento está realmente Aquel que dijo: “Yo soy la luz del mundo; Yo soy el camino, Yo soy la verdad, Yo doy la vida. Venid a Mí todos los que andáis trabajados, que Yo os aliviaré. Si alguien viniere a Mí, no lo rechazaré”: Et eum qui venit ad me non ejiciam foras.
“Notad estas palabras de San Pablo: Cum fiducia: “confianza”, es la condición imprescindible para ser atendidos. Hemos, pues, de ofrecer el santo sacrificio, o asistir a él con fe y confianza. No obra en nosotros este sacrificio a la manera de los sacramentos, ex opere operato; sus frutos son inagotables, pero se miden, en gran parte, en vista de nuestras disposiciones interiores. (…) Porque, en estos solemnes momentos, es lo mismo que si nos halláramos en compañía de la Santísima Virgen, de san Juan y de la Magdalena, al pie de la Cruz, y a la boca misma de la fuente de donde mana toda salud y toda redención. ¡Ah, si conociésemos el don de Dios! Si scires donum Dei!... ¡Si supiésemos de qué tesoros disponemos y que podríamos utilizar a favor nuestro y de la Iglesia universal!...”
Fuente: Dom Columba Marmión: “Jesucristo, vida del alma. Conferencias espirituales. 1917.

miércoles, 11 de febrero de 2009

El sacrificio eucarístico III.

“No os extrañéis que me haya extendido tratando del sacrificio del Calvario; esta inmolación se reproduce en el altar: el sacrificio de la Misa es el mismo que el de la Cruz. No puede haber, en efecto, otro sacrificio sino el del Calvario; esta oblación es única, dice San Pablo; ella basta plenamente, pero Nuestro Señor ha querido que se continúe en la tierra para que sus méritos sean aplicados a todas las almas.
“¿Cómo ha realizado Jesucristo esta voluntad, puesto que ya subió a los cielos? Es verdad que sigue siendo eternamente el Pontífice por excelencia; pero, por el sacramento del Orden, ha escogido a ciertos hombres, a quienes hace participantes de su sacerdocio (…) Jesucristo va a renovar su sacrificio, por medio de los hombres.
“Veamos lo que se verifica en el altar. ¿Qué es lo que vemos? Después de algunas oraciones preparatorias y algunas lecturas, el sacerdote ofrece el pan y el vino: es la “ofrenda” u “ofertorio”; estos elementos serán muy prontos transformados en el cuerpo y la sangre de Nuestro Señor. El sacerdote invita luego a los fieles y a los espíritus celestiales a rodear el altar que va a convertirse en un nuevo Calvario, a acompañar con alabanzas y homenajes la acción santa. Después de lo cual, entra silenciosamente en comunicación más íntima con Dios; llega el momento de la consagración: extiende la manos sobres las ofrendas, como el sumo sacerdote lo hacía en otro tiempo sobre la víctima que iba a inmolar; recuerda todos los gestos y todas las palabras de Jesucristo en la última cena, en el momento de instituir este sacrificio: Qui pridie quam pateretur; después identificándose con Jesucristo, pronuncia las palabras rituales: “Este es mi cuerpo”, “Esta es mi sangre…” Estas palabras obran el cambio del pan y del vino en el cuerpo y la sangre de Jesucristo. Por su voluntad expresa y su institución formal, Jesucristo se hace presente, real y sustancialmente, con su divinidad y su humanidad, bajo las especies, que permanecen y le ocultan a nuestra vista.
“Pero, como sabéis, la eficacia de esta fórmula es más extensa: por estas palabras, se realiza el sacrificio. En virtud de las palabras: “Este es mi cuerpo”, Jesucristo, por mediación del sacerdote, pone su carne bajo las especies del pan; por las palabras: “Esta es mi sangre”, pone su sangre bajo las especies del vino. Separa de ese modo místicamente su carne y su sangre, que, en la Cruz, fueron físicamente separadas, y cuya separación llevó consigo la muerte. Después de su resurrección, Jesucristo no puede ya morir: Mors illi ultra non dominabitur; la separación del cuerpo y de la sangre, que se verifica en el altar, es mística. “El mismo Cristo que fue inmolado sobre la Cruz, es inmolado en el altar, aunque de un modo diferente”; y esta inmolación, acompañada de la ofrenda, constituye un verdadero sacrificio: In hoc divino sacrificio quod in missa peragitur, idem ille Christus continetur et inmolatur, qui in ara crucis seipsum cruentum obtulit.
“La comunión consume el sacrificio; es el último acto importante de la Misa. El rito de la manducación de la víctima acaba de expresar la idea de substitución, y sobre todo, de alianza, que se encuentra en todo sacrificio. Uniéndose tan íntimamente a la víctima que le ha substituido, el hombre aumenta su inmolación, si así puede decirse, siendo la hostia una cosa santa y sagrada, al comerla, uno se apropia, en cierto modo, la virtud divina que resulta de su consagración.
“En la Misa, la víctima es el mismo Jesucristo, Dios y Hombre; por eso la comunión es por excelencia el acto de unión a la divinidad; es la mejor y más íntima participación de los frutos de la alianza y de vida divina que nos ha procurado la inmolación de Cristo”.
Fuente: Dom Columba Marmión: “Jesucristo, vida del alma. Conferencias espirituales. 1917.

martes, 10 de febrero de 2009

El sacrificio eucarístico II.

“Jesucristo comienza la obra de su sacerdocio desde la Encarnación. “Todo pontífice, está, en efecto, instituido, para ofrecer dones y sacrificios”; por eso convenía, o mejor dicho, era necesario que Cristo, pontífice supremo, tuviera también alguna cosa que ofrecer. ¿Qué es lo que va a ofrecer? ¿Cuál es la materia de su sacrificio? Veamos y consideremos lo que se ofrecía antes que El. (…)
“Los primeros hombres ofrecían frutos, e inmolaban lo que mejor tenían en sus rebaños, para testimoniar así que Dios era dueño y soberano de todas las cosas. Más tarde, Dios mismo determinó las formas del sacrificio en la ley mosaica. Había, en primer lugar, los holocaustos, sacrificios de adoración: la víctima era enteramente consumida; había los sacrificios pacíficos, de acción de gracias o de petición: una parte de la víctima era quemada, otra reservada a los sacerdotes, y la tercera se daba a aquellos por quienes se ofrecía el sacrificio; había, finalmente, los más importantes de todos, los sacrificios expiatorios por el pecado.
“Todos estos sacrificios, dice San Pablo, no eran más que figuras: Omnia in figura contingebant illis, “imperfectos y pobres rudimentos”: Egena elementa; no agradaban a Dios, sino en cuanto representaban el sacrificio futuro, el único que pudo ser digno de El; el sacrificio del Hombre-Dios sobre la Cruz.
“De todos los símbolos, el más expresivo era el sacrificio de expiación, ofrecido una vez al año por el gran sacerdote, en nombre de todo el pueblo de Israel, y en el cual la víctima substituía al pueblo. (…) Todo esto, ya os lo he dicho, no era más que símbolo. ¿Dónde está, pues, la realidad? En la inmolación sangrienta de Cristo en el Calvario. “Jesús, dice San Pablo, se ha ofrecido El mismo a Dios por nosotros como una oblación y un sacrificio de agradable olor”: Christus tradidit semetipsum pro nobis oblationen et hostiam Deo in odorem suavitatis. Cristo ha sido mostrado por Dios a los hombres como la víctima propiciatoria: Quem proposuit Deus propitiationem per fidem, in sanguine ipsius.
“Pero notad bien que, en la Cruz, Cristo Jesús acaba su sacrificio. Lo inauguró desde su Encarnación, aceptando el ofrecerse a sí mismo por el género humano. (…) el Padre Eterno ha querido, en su sabiduría incomprensible, que Cristo nos rescatase con una muerte sangrienta en la Cruz. Ahora bien, nos dice expresamente San Pablo, que este decreto de la adorable voluntad de su Padre, Cristo lo aceptó desde su entrada en el mundo. Jesucristo, en el momento de la Encarnación, vio con una sola mirada todo cuanto había de padecer por la salvación del género humano, desde el pesebre hasta la cruz, y entonces se consagró a cumplir enteramente el decreto eterno, e hizo la ofrenda voluntaria de su propio cuerpo para ser inmolado. (…)
“Considerad por algunos instantes este sacrificio, y veréis que Jesucristo realizó el acto más sublime y rindió a Dios su Padre el homenaje más perfecto. El pontífice, es El, Dios-Hombre, Hijo muy amado. Es verdad que ofreció el sacrificio en su naturaleza humana, puesto que sólo el hombre puede morir, es verdad también que esta oblación fue limitada en su duración histórica; pero el pontífice que la ofrece es una persona divina, y esta dignidad confiere a la inmolación un valor infinito. La víctima es santa, pura, inmaculada, pues es el mismo Jesucristo; El, cordero sin mancha, que con su propia sangre, derramada hasta la última gota como en los holocaustos, borra los pecados del mundo. Jesucristo ha sido inmolado en vez de nosotros; nos ha substituido; cargado de todas nuestras iniquidades, se hizo víctima por nuestros pecados: Posuit in eo Deus iniquitatem ómnium nostrum. Jesucristo, en fin, ha aceptado y ofrecido este sacrificio con una libertad llena de amor; “No se le ha quitado la vida sino porque El ha querido”; y El ha querido únicamente “porque ama a su Padre”: Ut cognoscat mundus quia diligo Patrem, sic facio. (…)
“Este sacrificio basta ya para todo; por eso, cuando Jesucristo muere, el velo del templo de Israel se rasga por medio, para mostrar que los sacrificios antiguos quedaban abolidos para siempre, y reemplazados por el único sacrificio digno de Dios En adelante, no habrá salvación, no habrá santidad, sino participando del sacrificio de la Cruz, cuyos frutos son inagotables. “Por esta oblación única, dice San Pablo, Cristo ha procurado para siempre la perfección a los que han de ser santificados”.
Fuente: Dom Columba Marmión: “Jesucristo, vida del alma. Conferencias espirituales” (1917).

lunes, 9 de febrero de 2009

El sacrificio eucarístico I.

“El Concilio de Trento, como sabéis, definió que la Misa es “un verdadero sacrificio”, que recuerda y renueva la inmolación de Cristo en el Calvario. La Misa es ofrecida como “un verdadero sacrificio”. En “ese divino sacrificio” que se realiza en la Misa, está contenido e inmolado de una manera incruenta, el mismo Cristo que sobre el altar de la Cruz, se ofreció de un modo cruento. No hay, por consiguiente, más que una sola víctima; el mismo Cristo que se ofreció sobre la Cruz, es ofrecido ahora por el ministerio de los sacerdotes; la diferencia, pues, consiste en el modo de ofrecerse e inmolarse.
“El sacrificio del altar, según acabáis de ver por el Concilio de Trento, renueva esencialmente el del Gólgota, y no hay más diferencia que la del modo de oblación: Sola offerendi ratione diversa. Pues si queremos comprender la grandeza del sacrificio que se ofrece en el altar, debemos considerar un instante lo que constituye el valor de la inmolación de la Cruz, es decir, la dignidad del pontífice y la de la víctima, de donde ese valor se deriva; por eso vamos a decir unas palabras del sacerdocio y del sacrificio de Cristo.
“Todo sacrificio verdadero supone un sacerdocio, es decir, la institución de un ministro encargado de ofrecerlo en nombre de todos. En la ley judía, el sacerdote era elegido por Dios de la tribu de Aarón y consagrado al servicio del Templo por una unción especial. Pero en Cristo el sacerdocio es trascendental; la unción que le consagra pontífice máximo, es completamente singular; es la gracia de unión que en el momento de la Encarnación, une, a la persona del Verbo, la humanidad que ha escogido. El Verbo encarnado es Cristo, que significa “ungido”, no con una unción externa, como la que servía para consagrar a los reyes, profetas y sacerdotes del Antiguo Testamento, sino por la divinidad, que se extiende sobre la humanidad, según dice el salmista, “como aceite delicioso”, Unxit te Deus, Deus tuus, oleo taetitiae prae consortibus tuis.
“Jesucristo es “ungido”, consagrado y constituido sacerdote y pontífice, es decir, mediador entre Dios y los hombres, por la gracia que le hace Hombre-Dios, Hijo de Dios, y en el momento mismo de esa unión; y de esta suerte quien le constituye pontífice máximo es su Padre. Escuchemos lo que dice San Pablo: “Cristo no se glorificó a sí mismo para llegar a ser pontífice, sino que Aquel que le dijo (en el día de la Encarnación): Tú eres mi Hijo; Te he engendrado hoy, le llamó para establecerle sacerdote del Altísimo.
“De ahí, pues, que, por ser Hijo único de Dios, Cristo podrá ofrecer el único sacrificio digno de Dios. Y nosotros oímos al Padre eterno ratificar por un juramento esta condición y dignidad de pontífice: “El Señor lo juró, y no se arrepentirá de ello: Tú eres sacerdote por siempre, según el orden de Melquisedech”. ¿Por qué es Cristo sacerdote eterno? Porque la unión de la divinidad y de la humanidad en la Encarnación, unión que le consagra pontífice, es indisoluble. “Cristo, dice San Pablo, posee un sacerdocio sin fin, porque el permanece siempre”. Y ese sacerdocio es según “el orden”, es decir, la semejanza “del de Melquisedech”. San Pablo recuerda ese personaje misterioso del Antiguo Testamento que representa por su nombre y por su ofrenda de pan y de vino, el sacerdocio y el sacrificio de Cristo. Melquisedech significa “Rey de justicia” y la Sagrada Escritura nos dice que era “Rey de Salem”, que quiere decir, “Rey de Paz”. Jesucristo es Rey; el afirmó, en el momento de su pasión, ante Pilatos, su reino: Tu dicis; es Rey de justicia porque cumplirá toda justicia; es rey de paz: Princeps pacis, y viene para restablecerla en el mundo entre Dios y los hombres, y precisamente en su sacrificio fue donde la justicia, al fin satisfecha, y la paz, ya recobrada, se dieron el beso de la reconciliación: justicia et pax osculatae sunt.
“Lo veis bien: Jesús, hecho, en el momento de la Encarnación, Hijo de Dios, es el pontífice máximo y eterno y el mediador soberano entre los hombres y su Padre; Cristo es el pontífice por excelencia: Unxit te Deux… prae consortibus tuis. Así, pues, su sacrificio entraña, como su sacerdocio, un carácter de perfección única y de valor infinito”.
Fuente: Dom Columba Marmión, Abad Benedictino de Maredsous, Bélgica: “Jesucristo, vida del alma. Conferencias espirituales. 1917.

domingo, 8 de febrero de 2009

TIEMPO DE SEPTUAGESIMA.

El Tiempo de Septuagésima comprende las tres semanas que preceden a la Cuaresma de la cual puede decirse que es una preparación. Se instituyó primeramente en las Iglesias Orientales, en las cuales, como no obligaba el ayuno los jueves y los sábados de Cuaresma, se quiso de esta manera completar los cuarenta días de preparación a la Pascua. Más tarde, probablemente en los tiempos de San Gregorio Magno, se introdujo también en las Iglesias latinas; pero la obligación del ayuno comenzó solamente el lunes después de Quincuagésima, y más tarde, el miércoles de Ceniza.
El tiempo en que entramos encierra profundos significados. En él nos encontramos con la afirmación del dogma del pecado original con todas sus desastrosas consecuencias; vemos dibujarse la dulce figura del Redentor Jesús, que se inmolará sobre la cruz para librarnos del pecado.
Este es el tiempo, más a propósito para considerar la gravedad del pecado, nuestras miserias, las obligaciones contraídas con la divina Justicia, nuestra impotencia para resucitar a la vida de la gracia. Estos pensamientos, con todo, no nos deben hacer desesperar de la salvación eterna; nuestra consideración debe fijarse en el Salvador, que inmolándose sobre la Cruz, nos reconciliará con Dios. La oración debe brotar confiada y frecuente de nuestro corazón a fin de que podamos hacer fructuosa la Redención en nuestras almas.
*
DOMINGO DE SEPTUAGESIMA.
Estación en San Lorenzo extramuros
(Semidoble de 2ª clase - Ornamentos morados)

ORATIO

Preces pópuli tui, quæsumus, Dómine, cleménter exáudi: ut, qui juste pro peccátis nostris afflígimur, pro tui nóminis glória misericórditer liberémur. Per Dóminum.

Te rogamos, Señor, escuches benignamente las oraciones de tu pueblo, haciendo que los que nos sentimos justamente atormentados a consecuencia de nuestros pecados, seamos salvos misericordiosamente para honra de tu nombre. Por Jesucristo Nuestro Señor.

sábado, 7 de febrero de 2009

De la enseñanza del Cardenal Ratzinger (por gracia de Dios, Benedicto XVI, Vicario de Cristo de la Iglesia Católica Romana), 10º parte.


“Es evidente que, en la liturgia del Logos –de la Palabra eterna- la palabra y, por consiguiente, también la voz humana, desempeñan un papel fundamental. (…)
“En primer lugar esta la oratio, la oración del sacerdote, en la que este, en nombre de toda la comunidad, se dirige al Padre, por medio de Cristo, en el Espíritu Santo. Luego están las distintas formas de anuncio: las lecturas (“los profetas y los apóstoles”, se decía en la Iglesia antigua, entendiendo todo el Antiguo Testamento como profecía), el Evangelio (que se canta en las celebraciones más solemnes), el comentario de la palabra leída que, en sentido estricto, es competencia del obispo y, después, también del sacerdote y del diácono. Viene después la respuesta, mediante la cual la comunidad reunida acoge y hace suya la palabra. Esta estructura de palabra y respuesta, que es esencial para la liturgia, reproduce la estructura fundamental del proceso de la revelación en cuanto tal: en él palabra y respuesta, el discurso de Dios y la escucha acogedora de la esposa, la Iglesia, se implican mutuamente.
“La respuesta adquiere formas diversas en la liturgia: la aclamación, que para la antigua concepción jurídica tenía gran importancia. La aclamación confirma que la palabra ha sido acogida y completa, de esta manera, el proceso de la revelación, de la donación que Dios hace de sí mismo en la palabra. Este es el sentido del Amén, del Alleluia, el Et cum spiritu tuo, etc. Una de las adquisiciones más importantes de la renovación litúrgica es el hecho de que el pueblo vuelva a responder directamente mediante la aclamación, sin la mediación de un representante, el acólito. Sólo así queda restaurada la verdadera estructura litúrgica que, a su vez, tal y como lo acabamos de verlo, concreta en la celebración litúrgica la estructura fundamental de la acción de Dios: Dios, Aquél que se revela, no quiso permanecer en el solus Deus, en el solus Christus, sino que se otorgó un cuerpo, encontró una esposa: busca, por tanto, una respuesta. Ese es, precisamente, el fin de la revelación.
“Junto a la aclamación están las distintas formas de recepción meditativa de la Palabra, sobre todo en el canto del salmo (pero también en el himno), cuyas diversas manifestaciones (el responsorio y la antífona), no podemos afrontar aquí. Y luego está el “cántico nuevo”, el gran canto de la Iglesia que sale al encuentro de la música del cielo nuevo y la tierra nueva. Por ello, es conforme a la esencia de la liturgia cristiana que, junto al canto de la comunidad, ocupen un lugar preferente tanto el coro como los instrumentos musicales, lugar que ningún purismo del canto común les puede arrebatar”.
Fuente: Ratzinger, Joseph: “El espíritu de la liturgia. Una introducción”. Madrid: Ediciones Cristiandad. 2002.

viernes, 6 de febrero de 2009

De la enseñanza del Cardenal Ratzinger (por gracia de Dios, Benedicto XVI Sumo Pontífice de la Iglesia Católica Romana), 9ª parte.


“Me gustaría hacer una breve observación sobre la polémica en torno a la llamada liturgia tridentina. Porque no hay ninguna liturgia tridentina y hasta 1965 nadie habría sabido que significa esa palabra. El Concilio de Trento no “hizo” ninguna liturgia. Y tampoco hay ningún misal de Pío V en sentido estricto. El misal que apareció en 1560 por encargo de Pío V sólo difería en pequeñeces de la primera edición impresa del misal romano, aparecida unos cien años antes. En la reforma de Pío V se trataba simplemente de eliminar las impurezas que se habían ido infiltrando durante la Baja Edad Media y los errores que se había cometido al copiar e imprimir, volviendo a establecer como reglamentario para toda la Iglesia el Misal Romano, que no había sido afectado casi por estos avatares. Al mismo tiempo había que acabar con las inseguridades, que se produjeron en la confusión de los cambios litúrgicos del tiempo de la Reforma Luterana, ya que la diferencia entre lo católico y lo específico de la Reforma se había hecho cada vez más difusa; se intentó evitar esta problema estableciendo el uso exclusivo y el carácter obligatorio del misal “typicum”, impreso en Roma. También se puede ver que esa era la única intención en el hecho de que no se reformaran las costumbres litúrgicas de más de doscientos años de antigüedad. Ya en 1614 había aparecido, durante el papado de Urbano VIII, una nueva versión del misal, que también incluía diferentes mejoras. Es decir, tanto antes como después de Pío V, cada siglo fue dejando sus huellas en el misal, que era concebido como un único libro, sometido, por un lado, a un proceso continuo de purificación y, por otro, de crecimiento. Considerando esto, hay que criticar el empeño de conservar el misal tridentino, porque es algo irreal, pero también la manera en que el nuevo misal ha sido presentado. A los “tridentinos” hay que decirles que la liturgia de la Iglesia (como la Iglesia misma) siempre está viva y por tanto también siempre en proceso de maduración. En dicho proceso puede haber rupturas mayores o menores. Para la liturgia católica un periodo de cuatrocientos años no significaría mucho; se remonta realmente a Cristo y los apóstoles y desde entonces ha estado siempre en proceso de cambio hasta llegar a nosotros.
“(…) quiero dejar claro que estoy muy contento con el nuevo misal (…) Pero me parece desafortunado que se haya dado la impresión de que se trata de un nuevo libro, en lugar de presentarlo en la unidad de la historia de la liturgia. Por eso creo que una nueva edición tendrá que decir y mostrar claramente que el famoso misal de Pablo VI no es otra cosa que una versión actualizada del mismo misal, en el que ya influyeron Pío X, Urbano VIII, Pío V y sus antecesores hasta los orígenes de la Iglesia. Es esencial que la Iglesia tenga conciencia de la unidad interna inquebrantada en la historia de la fe, unidad que se manifiesta a su vez en la siempre unidad de la oración, siempre presente en dicha historia. Esta conciencia se destruye igual eligiendo un libro que creemos escrito hace cuatrocientos años, como queriendo tener una liturgia recién hecha. En el fondo, ambos casos responden a una misma forma de pensar”.
Fuente: Ratzinger, Joseph: “La fiesta de la fe. Ensayo de Teología Litúrgica. Bilbao: Desclée de Brouwer. 1999.

jueves, 5 de febrero de 2009

De la enseñanza del Cardenal Ratzinger (por gracia de Dios, Benedicto XVI, Sumo Pontífice de la Santa Madre Iglesia Católica Romana), 8ª parte.


“Tal vez pueda aclarar un poco en primer lugar el concepto de Participatio actuosa –“participación activa”-, que es en efecto una palabra clave en la Constitución de la Sagrada Liturgia del Concilio Vaticano II. En él se alberga la idea de que la liturgia cristiana es en forma y esencia un proceso comunitario. La liturgia incluye la oración en la que se alternan el sacerdote y los fieles, la aclamación, la proclamación, la oración comunitaria. “Nosotros”, “Vosotros” y “Tú” son las fórmulas con las que se llama a las personas. El “yo” apareció sólo en oraciones aisladas y relativamente tardías. Pero si los textos litúrgicos están impregnados de “nosotros”, “vosotros” y “tú” y todo ello forma parte de un Actio (“Drama”), en el que el “guión” exige que todos actúen (…) Este fue el descubrimiento que suscitó una nueva presencia de las palabras y acciones antiguas en el movimiento litúrgico. (…) Pero naturalmente también una idea buena puede reducirse, hacerse unilateral y, debido a su simplificación, acabar perdiendo el sentido. Algunos pragmáticos de la reforma litúrgica parecían opinar que tendría que hacerse todo en alto y en común y así la liturgia sería atractiva y eficaz por si misma. Pero habían olvidado que las palabras pronunciadas también tienen un sentido, cuyo cumplimiento forma parte de la “participatio actuosa”. Se les había pasado por alto que el Actio no consiste sola y exclusivamente en un alternar el estar de pie, sentado o de rodillas, sino en procesos internos que constituyen el verdadero carácter dramático del todo.
“La palabra “oremos” es una invitación a la interiorización; en “levantemos el corazón” las palabras y el ponerse de pie son solamente “la punta del iceberg”. Lo verdadero acontece en lo profundo, que mira hacia las alturas. En la expresión “ved el Cordero de Dios” (en la liturgia en español no se nombra el verbo “ver”, sino que se dice simplemente: “Este es el Cordero de Dios, que quita el pecado…”. Los comentarios sobre la acción de ver se refieren sólo al canon en alemán. N.d.T.) se hace alusión a un ver especial, que no se consigue con una simple mirada a la Sagrada Forma. Cuando se dejaba de lado esta dimensión interior, daba la impresión de que la liturgia se había vuelto todavía más “aburrida” e “incomprensible”, de modo que al final se vieron obligados a sustituir la Biblia por Marx y el sacramento por la fiesta, porque se quería conseguir el efecto de la liturgia de modo inmediato y por lo externo.
“Frente a la mera agitación superficial que se introdujo en algunos sitios, la antigua participación callada era mucho más realista y dramática: participar en la acción esencial de la comunidad de la fe y su marcha desde lo más profundo superando los fosos del silencio. Pero esto no dice nada en contra de la “participación activa” en el sentido ya mencionado, sino sólo contra su deformación. No existe un método infalible para que participe todo el mundo, y además siempre, del “Actio”. Incluso pienso que una de las ideas más determinantes, que se ha olvidado con el Concilio, es que no se puede establecer desde fuera el efecto de la liturgia. La fe conlleva un continuo proceso de educación y sólo en él adquieren las palabras su sentido. En el Evangelio, inmediatamente después de la profesión de fe de Cristo, encontramos este pasaje: “Y Él se puso a enseñarles” (Mc 9,29ss.). O sea, no hay una fórmula que hable por sí misma”.
Fuente: Ratzinger, Joseph: “La fiesta de la fe. Ensayo de Teología Litúrgica”. Bilbao: Desclée de Brouwer. 1999.

miércoles, 4 de febrero de 2009

De la enseñanza del Cardenal Ratzinger (por gracia de Dios, Benedicto XVI, Vicario de Cristo de la Iglesia Católica Romana), 7ª parte.

“El activista, el que quiere construirlo todo por sí mismo, es lo contrario del que admira (el admirador”). Restringe el ámbito de su razón, perdiendo así de vista el misterio. Cuánto más se extiende en la Iglesia el ámbito de las cosas decididas y hechas por uno, tanto más estrecha se vuelve para todos nosotros. En ella la dimensión grande y liberadora no está constituida por lo que hacemos nosotros, sino por lo que a todos se nos da y que no procede de nuestro querer e ingenio, sino de algo que nos precede, de algo inimaginable que viene a nosotros, de algo que “es más grande que nuestro corazón”. La reformatio, la que es necesaria en todo tiempo, no consiste en que podamos remodelar siempre de nuevo “nuestra” Iglesia como nos plazca, en que podamos inventarla, sino en que prescindamos continuamente de nuestras propias construcciones de apoyo a favor de la luz purísima que viene de lo alto y que es al mismo tiempo la irrupción de la pura libertad.
“… la verdadera reforma es una ablatio, que como tal se convierte en congregatio. Intentemos captar de un modo algo más concreto esta idea de fondo. En un primer acercamiento opusimos el activista al admirador y nos pronunciamos a favor de este último. Pero, ¿qué expresa esta contraposición? El activista, el que quiere hacer siempre, pone su actividad por encima de todo. Esto limita su horizonte al ámbito de lo factible, de lo que puede ser objeto de su hacer. Propiamente hablando, sólo ve objetos. No está en condiciones de percibir lo que es más grande que él, ya que podría significar un límite a su actividad. Restringe el mundo a lo que es empírico. El hombre queda así amputado. El activista se construye con su propia mano una cárcel, contra la cual protesta en voz alta.
“En cambio el auténtico estupor es un no a la limitación a lo empírico, a lo que está solamente a este lado. Prepara al hombre al acto de fe, que abre ante él el horizonte de lo eterno, de lo infinito. (…) La primera y fundamental ablatio, necesaria para la Iglesia, es siempre el acto mismo de fe; ese acto de fe que rompe las barreras de lo finito, abriendo así el espacio para llegar a lo ilimitado. La fe nos conduce “lejos, a tierras sin confines”, como dicen los Salmos. El moderno pensamiento científico nos ha encerrado en la cárcel del positivismo, condenándonos con ello al pragmatismo.
“Albert Camus ha descrito lo absurdo de esta forma de libertad en la figura del emperador Calígula: lo tiene todo a su disposición, pero todo le queda demasiado estrecho. En su loco afán de tener siempre más y cosas cada vez más grandes, grita: “Quiero tener la luna, dadme la luna”. Pues bien, a nosotros nos es posible en cierto modo tener la luna; pero mientras no se abra la verdadera y auténtica frontera, la frontera entre el cielo y la tierra, entre Dios y el mundo, la misma luna no será más que un pedacito de tierra, y conseguirla no nos acerca un solo paso más a la libertad y a la plenitud que anhelamos.
“La liberación fundamental que la Iglesia puede darnos es permanecer en el horizonte de lo eterno, es salir fuera de los límites de nuestro saber y de nuestro poder. Por eso es la fe en toda su grandeza inconmensurable la reforma eclesial que necesitamos constantemente; a partir de ella debemos poner siempre a prueba aquellas instituciones que nosotros mismos hemos construido en la Iglesia. Eso significa que la Iglesia debe ser el puente de la fe, y que, especialmente en su vida de asociación intramundana, no puede convertirse en fin de sí misma”.
Fuente: Ratzinger, Joseph: “La Iglesia. Una comunidad siempre en camino”. Argentina: San Pablo. 2005.

martes, 3 de febrero de 2009

Santa Bárbara de la Reina de Casablanca apoya a Benedicto XVI.

En los últimos días algunos medios han puesto en marcha una campaña de descrédito y ataque al Santo Padre, Benedicto XVI, por su reciente decisión de levantar, en un gesto misericordioso, las excomuniones que pesaban sobre los obispos de la Fraternidad de San Pío X.
Un grupo decidido de católicos ha puesto en marcha una campaña internacional de apoyo al Santo Padre. Invitamos a todos nuestros lectores y amigos a divulgarla y a sumarse a la misma, por favor haga "link" sobre la foto.



De la enseñanza del Cardenal Ratzinger (por gracia de Dios, Benedicto XVI, Sumo Pontífice de la Iglesia Católica Romana), 6ª parte.


“La danza no es una forma de expresión de la liturgia cristiana. Hubo círculos docético-gnósticos que intentaron introducirla en la liturgia cristiana, aproximadamente en el siglo III. Para ellos, la crucifixión sólo era una apariencia; antes de la Pasión, Cristo habría dejado el cuerpo que, realmente, nunca había hecho propio; de tal manera que el baile podía ocupar el lugar de la liturgia de la cruz, puesto que, después de todo, la cruz sólo había sido apariencia. Las danzas culturales de las distintas religiones tienen finalidades diversas: conjuro, magia analógica, éxtasis místico; ninguna de estas figuras corresponde a la orientación interior de la liturgia de “sacrificio de la palabra”. Lo que es completamente absurdo es cuando, en un intento de hacer que la liturgia sea más “atractiva”, se introducen pantomimas en forma de danza. Cuando es posible, incluso se lleva a cabo con grupos de danza profesionales y, a menudo, terminan con aplausos (lo cual está justificado, si se tiene en cuenta, propiamente hablando, su talento artístico).
“Cuando se aplaude por la obra humana dentro de la liturgia, nos encontramos ante un signo claro de que se ha perdido totalmente la esencia de la liturgia, y ha sido sustituida por una especie de entretenimiento de inspiración religiosa. Este tipo de atracción no dura mucho; en el mercado de las ofertas de tiempo libre, que siempre incorpora formas de lo religioso para incitar la curiosidad del público, es imposible hacer la competencia. Yo mismo he asistido a una celebración en la que el acto penitencial se sustituyó por una representación de danza que, como es obvio, concluyó con un gran aplauso. ¿Podríamos alejarnos más de lo que es realmente la penitencia?
“La liturgia sólo podrá atraer a las personas si no se mira a sí misma, sino a Dios; si se Le permite estar presente en ella y actuar. Entonces ocurre lo que es verdaderamente extraordinario, lo que no admite competencia, y las personas sienten que aquí ocurre algo más que un aprovechamiento del tiempo libre.
“Ningún rito cristiano conoce la danza. Lo que se llama así en la liturgia etíope o en la forma zaireña es, en realidad, una procesión rítmicamente ordenada, que es conforme a la dignidad de lo que se expresa, poniendo disciplina interior en la liturgia, al retomar y ordenar los distintos caminos, dándoles su belleza y, sobre todo, haciéndolos dignos de Dios”.
Fuente: Ratzinger, Joseph: El espíritu de la liturgia. Una introducción. Madrid: Ediciones Cristiandad. 2002.

lunes, 2 de febrero de 2009

Purificación de la Virgen Santísima y Presentación del Niño Jesús en el Templo.

“Postquam impléti sunt diez purgatiónis Mariae, secúndum legem Móysi, tulérunt Jesum in Jerúsalem ut sísterent eum Dómino, sicut scriptum est in lege Dómini… (“Cumplidos los días de la purificación de María, según la ley de Moisés, llevaron a Jesús a Jerusalén para presentarlo al Señor, como está escrito en la ley del Señor…”). Celebramos hoy la Purificación de la Sma. Virgen María, fiesta dedicada a Ella desde muy antiguo, y que ya en el siglo VII, ocupaba el segundo lugar después de la Asunción. Esta fiesta está indisolublemente unida a la Fiesta de la Presentación del Señor en el Templo.
Este misterio, en su relación con el Salvador, es una revelación altamente importante y esplendorosa; podría llamarse una revelación oficial, porque fue presagiada por los profetas. Fue además una consecuencia del cumplimiento de las leyes, de la obediencia y humildad del Salvador. Este entró en el Templo para honrar al Padre Celestial y ofrecérsele, y, en cambio, fue allí mismo donde El encontró su propio honor y glorificación. Es también este misterio el primer encuentro público y solemne del Cristo con Israel, todo el cual estaba representado en las personas que intervinieron en la presentación. En aquel encuentro, el pueblo de Israel estaba representado en Simeón y Ana. Ellos, tan justos como Zacarías e Isabel eran la personificación de la verdadera santidad del Antiguo Testamento, por su oración, penitencia y anhelos por el Mesías. Ellos esperaban ante todo a un Redentor de los pecados, y por lo tanto a un Salvador por el sufrimiento y por la muerte, a un signo de contradicción aun para su mismo pueblo. Saludan al Salvador con fe y santo regocijo, y con su profecía acerca de la caída de muchos en Israel, se distinguen de ellos, y con la profecía de la espada de dolor adquieren un puesto bajo la Cruz junto a la Madre de los dolores.
Una participación mucho más íntima en el misterio correspondió a María, quien no sólo estuvo presente, sino que llevaba en sus brazos al Divino Niño. Para la presentación y rescate del primogénito no era preciso que asistiese la madre, pero existía para ella la ley de la purificación, según la cual, para liberarse de la impureza legal, después de cuarenta días –o más, pero nunca menos- debía trasladarse al Templo y presentar dos ofrendas. Estas ofrendas también las trajo María, sin que estuviese al igual que el Redentor, obligada a tal prescripción legal; pero no dejó de presentarlas para honrar y dar gracias a Dios y para no dar escándalo; y además, porque así sacrificaba la apariencia y la gloria de su virginidad, y al mismo tiempo sacrificaba a su Hijo, cuya muerte, según las palabras de Simeón, no quedaba evitada sino tan sólo diferida. Finalmente, hizo María sus ofrendas con una devoción relativamente igual a la de su Hijo, porque no hay duda que una centella del amor divino que ardía en el corazón del Salvador se comunicó al corazón de su Madre, en el momento en que el sacerdote lo recibía y lo elevaba, uniéndose ella al acto de ofrecer tan preciosa ofrenda.
Por esta participación en el sacrificio de su Hijo fue también recompensada con una especial participación en la gloria de la revelación del Salvador. Este es el signo de la contradicción en el cual encuentra todo el mundo o la salvación o la ruina, pero no lo es solamente El, también María lo es.
Nuestra Buena Madre, en la fiesta de hoy, nos alienta a purificar nuestro corazón para que la ofrenda de todo nuestro ser sea agradable a Dios y sepamos descubrir a Cristo nuestra Luz. Virgo María, Mater admirábilis, ora pro nobis.

domingo, 1 de febrero de 2009

El tesoro escondido.

Después de la reforma conciliar, hubo un desmantelamiento de todo aquello que –para los reformistas-, parecía antiguo y anticuado. Principiando por los ornamentos sagrados, se llegó a literalmente destruir todo lo que hasta ese momento era patrimonio de la Iglesia, y porque no decirlo, patrimonio cultural de la nación. Así, desaparecieron los púlpitos y los altares; se sacaron los comulgatorios y los reclinatorios fueron a dar a la bodega de trastos inútiles. Los libros litúrgicos también fueron a parar a las bodegas, o bien si tuvieron mejor suerte se llenaron de polvo en algún anaquel de la biblioteca de las parroquias (si las había). Los ornamentos sagrados sacerdotales y diaconales como las casullas y las dalmáticas, las estolas, los manípulos, como también los demás elementos de uso litúrgico que ya no tenían cabida en el nuevo orden eran lanzados a las bodegas donde se cubrieron de polvo y de telarañas hasta que, en el peor de los casos, terminar destruyéndose por la incuria de quienes debieron cuidarlos como lo que eran: patrimonio religioso-cultural.
Con el transcurrir del tiempo, algunos de estos elementos, objetos y libros, salieron sin que nadie supiera cómo de las bodegas o los baúles en que estaban enclaustrados, y fueron a parar a tiendas de antigüedades o a ferias populares donde se venden una heterogeneidad de objetos. Así, uno aún puede ver candelabros, patenas, cálices y misales. Muchos fieles también se deshicieron de los misales de uso diario pensando que ya no tenía sentido tenerlos, y que uno logra rescatar en las ferias de libros usados, como rarezas y antiguallas, según el decir del que vende.
Sin embargo, hubo católicos amantes de la liturgia que han preservado los ornamentos y objetos litúrgicos del usus antiquior, porque no sólo forman parte de la riqueza cultural de la Iglesia, sino que son patrimonio religioso- cultural. Por eso que es sorprende que en una capilla privada cercana a Casablanca, nos hemos encontrado con la grata y sorprende sorpresa que en esa capilla que tiene muchas décadas, se han conservado el hermoso altar ad orientem como todos los ornamentos litúrgicos en uso, previos al desmantelamiento, en un estado digno de encomio y que refleja bien el amor que se ha tenido en esta familia a Dios y a la Iglesia al conservar su patrimonio religioso. Las imágenes religiosas más que centenarias y todo el entorno de este lugar sagrado, nos revelan que estamos frente a una muestra palpable de que cuando se quiere, se puede, en este caso, preservar patrimonialmente.
Ahora que el Papa Benedicto XVI con su paciencia, humildad y sabiduría está demostrándole a la Iglesia que el tesoro escondido de la liturgia tradicional debe ser rescatado y ennoblecido dentro de la hermenéutica de la continuidad, y cuando el esplendor de la liturgia tradicional deslumbra a aquellos que la desconocían, ejemplos como los de esta familia casablanquina son un aliciente para todos los que promovemos el querer del Sumo Pontífice.